Uno de los problemas que tienen muchas personas es hablar mal de los demás. Esto te pone en riesgo de pecar porque la soberbia, la ociosidad y la imprudencia son malas consejeras que te suelen llevar a falsear la realidad, a ser injusto y pecar.

Vivimos en un mundo muy competitivo y hedonista, en el que todos tenemos que compararnos los unos con los otros y destacar para abrirnos un hueco en el. Si no, parece que no existes y no tienes ninguna oportunidad para ser feliz. La dictadura del “tener” impone la idea de que para ser feliz o tener éxito, solo lo consiguen aquellos que lo pueden todo, lo saben todo, destacan en algo que este de moda y nunca se equivocan. Impone la idea de que tenemos que ser autosuficientes para hacernos “fuertes”: el centro de todo es el hombre, nosotros. Por ello, cada vez se rechaza más la idea de pecado, de que hagamos un mal a otro, de que estemos equivocados, de que Alguien fuera de nosotros diga lo que esta bien o mal. Además, la misericordia no es aceptable, es de débiles.

Pero la realidad que vivimos en nuestro interior, la verdad, es otra. María y Aarón han pecado hoy al hacer algo que va en contra de Dios. Se comparan con Moisés y la soberbia les lleva a no reconocer la voluntad de Dios y a hablar mal de su siervo. Cuando nos colocamos nosotros en el centro del mundo, de nuestras vidas, de la existencia, sacamos a Dios de su lugar, engañándonos a nosotros mismos y debilitándonos, exponiéndonos a pecar. El egoísmo nos lleva a perder la confianza en el Señor, el pecado nos aleja de Él, hasta incluso, romper nuestra relación.

Los apóstoles “se alejaron” de Jesús un momento y ni siquiera le reconocieron cuando Él se acercó de madrugada. Jesús estaba centrado en el Padre, haciendo su voluntad, por eso se quedó a despedir a la gente y a orar a solas. Los apóstoles habían sido testigos del milagro de los panes y los peces y estarían impresionados del poder de Jesús e ilusionados por lo que estaban viviendo; en su vida todo iba bien, a “favor del viento”, su fe aumentaba. Pero en cuanto surgen dificultades y el viento está en contra, como les pasó en la barca, disminuye su fe y dudan de Jesús.

Dice el evangelio de hoy que Pedro, cuando sintió la fuerza del viento, le entró miedo y empezó a hundirse. Así nos pasa o nos puede pasar a nosotros en el mundo de hoy, en nuestro ambiente. Somos creyentes e intentamos seguir a Jesucristo, hemos experimentado sus milagros en nuestra vida y le hemos encontrado, pero, en cuanto sentimos la fuerza del ambiente, de la moda, de la corriente imperante, a veces nos entra el miedo, nos alejamos y actuamos en contra de su voluntad: pecamos.

El Señor siempre extiende su mano, nos agarra y nos salva, aunque estemos con el agua al cuello. Por ello, nuestra actitud tiene que ser la de la ser humildes, pedir ayuda (como hace Pedro) y no dejar de exclamar con el salmista Misericordia, Señor: hemos pecado. Este salmo es un buen acto de contrición para empezar a reconocer nuestras debilidades, que hemos pecado, y nos facilita nuestro arrepentimiento para que seamos renovados desde dentro. Para ello, confesarnos; Dios siempre pondrá en nuestras vidas confesores como el Cura de Ars.