“Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mi, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús.” El agradecimiento de San Pablo, el agradecimiento de aquel que se encuentra con Cristo y con su misericordia. En ocasiones hablamos mucho de igualdad, de dar las mismas oportunidades a todos, ahora se diría hacer una sociedad sostenible (lo de sostenible lo pones después de cualquier cosa y te dan una subvención). ¿Qué hay que nos iguale más que la mirada de Cristo? Cuando alguien se acerca a confesarse no presenta al sacerdote sus títulos ni sus bienes, sino sus males y eso nos iguala a todos mucho. Uno puede calificarse de blasfemo, perseguidor e insolente y lo único que recibe es la misericordia, un derroche de gracia.

Para acoger bien al penitente hace falta que el sacerdote también se confiese a menudo. “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, sí bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita!” Confesar, en ocasiones, es cansado. Puedes pasarte horas escuchando miserias, repartiendo consejos, pidiendo las luces del Espíritu Santo para no meter demasiado la pata. Pero cuando recuerdas la misericordia que Dios tuvo contigo en la última confesión, que estás derramando esa misericordia que jamás se agota, que das esa paz del alma que sólo Dios puede dar, entonces continúas, aunque te canses.

Vamos a pedirle a la Virgen que todos seamos grandes apóstoles de la confesión: que los padres animen a confesarse a los hijos, las esposas a los maridos, les animemos a nuestros amigos e incluso hagamos alguna recomendación a nuestros enemigos, así habrá menos blasfemos por el mundo y más enamorados de la misericordia entrañable de Dios.