“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mi, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna.” Si ayer hablábamos de la confesión hoy hablamos de sus efectos. La confesión llena nuestro corazón del bien de Dios, de la salvación, y entonces de “lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.” Hoy hay tantas conversaciones vacías e insustanciales porque hay muchos corazones vacíos. Si el mar se quedase vacío sería un lodazal, una inmensa extensión de porquería, eso le pasa al corazón vacío de Dios. Pero el agua del mar lo cubre todo, lo sana todo, lo cambia todo. Asomarnos a contemplar la misericordia de Dios es como ver un mar sin orillas. Cuando palpamos la gracia de Dios en nuestra vida, entonces escuchamos la Palabra de Dios de otra manera, no ya como unos consejos, sino como una maravillosa realidad, no son normas morales sino el cimiento de nuestra existencia, sobre el que podemos construir la casa de nuestra vida, sin ningún miedo a que se derrumbe.

La Virgen es la arquitecta de nuestra vida, la que localiza ese cimiento fuerte y nos anima a llevar adelante nuestra vida con confianza. Pongámonos en sus manos con confianza.