Un pan bueno depende, entre otras cosas, de una buena levadura. En realidad, esta levadura de panadero está compuesta por organismos microscópicos; su labor de fermentación es lenta y su sabor resulta prácticamente imperceptible en el pan ya horneado. Todo un misterio, porque ¿cómo es posible que algo tan minúsculo, insípido y lento pueda dar lugar a algo tan vistoso, sabroso y cotidiano como es el pan? Quizá por eso la imagen de la levadura ha suscitado, a lo largo de los siglos, numerosas catequesis y enseñanzas moralizantes, mucho antes incluso de que el Señor la utilizara también en su predicación evangélica.

Lo que sorprende en el Evangelio de hoy es que Jesús nos hable también de una levadura propia de los fariseos. Cuidado, porque ya sabemos que fariseos somos todos, en mayor o menor medida; aquí no se libra nadie. Y, si no, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pues bien, en el fariseo hay también una pequeña levadura, que es la que hace fermentar sus obras, haciéndolas también vistosas y sabrosas como el pan. A esa levadura de los fariseos el Señor la llama “hipocresía”. La definición más básica de esta palabra la hace coincidir con la mentira, porque la hipocresía consiste en fingir todo aquello que uno no tiene o no se cree (creencias, opiniones, virtudes, sentimientos, cualidades, etc.). El hipócrita finge y muestra al exterior lo contrario de lo que tiene, cree, piensa o experimenta. Vamos, que vive acostumbrado a una especie de doble moral que, sin darnos cuenta, se va convirtiendo en la moral estándar de cada día. Las obras propias del fariseísmo están fermentadas por esta pequeñísima y sutil levadura, que muchas veces pasa desapercibida en nuestros exámenes de conciencia y que contamina silenciosamente las intenciones que inspiran nuestros actos. Este pequeño microbio espiritual es capaz de fermentar nuestras obras y nuestra vida entera, haciéndolo todo grande, vistoso, sabroso y digno de admiración a los ojos de los demás. Y, desde fuera, es verdad que los demás solemos quedarnos encandilados por la aparente valía de esas obras hipócritas; nos parecemos, entonces, a esos niños que, cuando contemplan un escaparate lleno de dulces y bollos, terminan con la boca hecha agua.

El Señor, sin embargo, no se anda con rodeos y denuncia con dureza esta actitud del corazón, que todo lo envicia por dentro, sin que nos demos cuenta. Y avisa: “Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse”. Toda una invitación a afinar en nuestra vida de virtud, a ahondar más en nuestros exámenes de conciencia, a renovar los deseos de conversión (aunque no estemos en Cuaresma…), a reavivar la atención a esas pequeñas ocasiones en las que nos jugamos la intención buena, mala o mediocre de nuestros actos. El Señor nos invita siempre a más, a crecer, a salir del pozo de nuestra pobre condición pecadora, pero siempre desde la confianza. Él mismo quiere ser la levadura de nuestra vida. ¿Acaso no nos conoce Él por dentro mejor que nosotros mismos? “¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados”.