Lo de Abraham es ¡alucinante! Yo, en su situación, habría caído rápidamente en toda clase de improperios, críticas, protestas y un largo etc. contra Dios y todas sus enormes injusticias. Si, además, leemos el Evangelio, que nos habla de persecuciones, tribunales y juicios por causa de Cristo, ¡es como para salir corriendo! Pero ¿es que no podía haber inventado el Señor un cristianismo más fácil, más acorde a los tiempos modernos, más accesible a la condición humana, más normal, en definitiva? Y, encima, diciéndonos que no, que en esas situaciones, ¡no debemos preocuparnos de nada!

El problema no es que el cristianismo no sea una religión “normal”; el problema, más bien, es que tú y yo no entendemos los verdaderos parámetros de la normalidad, que son los de Dios, no los del mundo. Es difícil fiarse de un Dios, del que muchas veces no entendemos su forma de hacer las cosas, y al que no podemos llamar por teléfono para que nos explique su voluntad. Es muy difícil, además, confiar oscuramente en Él, sin tener ningún asidero humano, ninguna seguridad humana a la que agarrarnos cuando nos llega el agua al cuello. Y, sin embargo, debería ser justo al contrario: confiar en Dios, mucho más que en las esperanzas humanas, porque ya sabemos que el corazón del hombre es olvidadizo y voluble como las mariposas. La vida espiritual bien puede reducirse a un problema de confianza, o desconfianza, en ese Dios, que no puede no amarnos. La confianza es un modo de amar, por lo que si confiamos poco en Dios es que le amamos poco.

No pocas veces a lo largo del día terminamos poniéndonos de parte de los hombres y del mundo, más que de parte de Dios. Pero, la promesa del Señor es clara: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios”. Ponerse de parte de Dios es ponerse de parte del vencedor, a pesar de que los demás, esos con los que nos topamos cada día en nuestro ambiente de trabajo, familia, ocio, etc., nos pongan el sanbenito de raros y marcianos, solo porque intentamos ser cristianos. El salmo nos recuerda que “somos estirpe de Abraham”, es decir, que llevamos en nuestro ADN espiritual las secuelas de aquella fe heroica del patriarca. Pidamos al Espíritu Santo este don de la confianza, en el que hemos de crecer cada día más, a pesar de que respiremos en nuestros ambientes el aire viciado de la sospecha y la desconfianza del otro.