Un año más que pasa, y un año menos que queda. Así nos habla este último día del año civil, que despedimos con tantas celebraciones. Pero, el tiempo civil no es el único tiempo que existe. Está también el tiempo de Dios, la eternidad, y el tiempo del demonio y del pecado. El tiempo del hombre no es solo civil, tiene un contenido salvífico que convierte la historia humana en historia de salvación. Pocas veces nos paramos a reflexionar sobre el paso del tiempo, de los días, de las horas. Y, sin embargo, se trata de una realidad inexorable, de la que quizá solo nos damos cuenta cuando un día ante el espejo empezamos a ver canas en el peine, o cuando nos enteramos de los añitos que cumple ya nuestro sobrino o nieto.

El evangelio de hoy puede leerse desde esta perspectiva del tiempo. El tiempo del Principio es el tiempo de Dios, en el que ya existía la Palabra. Por medio de esta Palabra se hizo todo en la creación, en la que Dios dio inicio al tiempo del hombre. En el Principio creador, el hombre recibe el don de su carne unido al don del tiempo. Aquella sucesión de los días y noches de la creación, que culminó en el día del descanso de Dios con el hombre, anunciaba ya un tiempo nuevo y una carne nueva, que habían de encontrar su verdadera plenitud en la Palabra hecha carne. El tiempo está unido a la carne del hombre y, por eso, esta Palabra se hizo carne en el tiempo.

La Navidad nos pone ante el misterio inexorable del tiempo, que no deja de pasar y que nos acerca cada vez más al tiempo de Dios. Perder el tiempo es vaciarlo de Dios y no reconocerlo como un don suyo, que nos recuerda una de nuestras limitaciones más radicales: no somos inmortales, ni eternos. Al menos por ahora, porque la promesa de esa inmortalidad y de una carne glorificada la llevamos dentro como una semilla. Es más, la contemplamos hecha realidad en el Niño de Belén. Entremos en el misterio del tiempo, que se nos hace presente a través de los signos de la liturgia y de los sacramentos. Unamos nuestro tiempo a Dios, viviendo el ahora como el único instante real del que disponemos mientras Dios nos lo siga dando. Y dejémos a un lado las prisas, los agobios y ese eterno “es que no tengo tiempo” con el que muchas veces justificamos nuestras perezas y omisiones. Las prisas y los agobios pertenecen al tiempo del demonio, que tiene prisa porque sabe que sus días en la historia del hombre están contados.