El parque de atracciones siempre ha sido un lugar fantástico. Pero al contrario de lo que piensan muchos, para mí hay atracciones que son una verdadera tortura más que un divertimento. Una de ellas, aunque suene raro, era la Sala de los Espejos. En ella, los espejos especialmente diseñados, reflejan los cuerpos de la gente, pero deformándolos. Unos nos reflejan muy gordos o bajitos, otros nos hacen aparecer muy delgados, como palillos andantes, etc. Ocurre que la primera vez que entré era muy pequeño y aquellos reflejos, me parecieron monstruos y me dieron mucho miedo, aunque no fueran más que reflejos de mi propia persona.

Las palabra de Dios de hoy se me antoja como esos espejos que muestran cómo se pueden desfigurar y destruir las relaciones de las personas. A diferencia de los espejos del parque de atracciones, los espejos de la palabra de Dios, no deforman la realidad sino que la muestran con toda su crudeza. ¿Cómo puede existir ese odio a José entre sus propios hermanos? Ese odio no viene por la vejación o un maltrato entre ellos,  su raíz es sencillamente la envidia. Como bien definió Sto. Tomás: «la envidia es la tristeza del bien ajeno». Es el mal más antiguo, pues se remonta a los ángeles caídos que se revelaron contra Dios, cuando contemplaron Su predilección por los hombres. La envidia es polilla que corroe el corazón, mata la caridad y se alegra del mal ajeno. José, predilecto de su padre Jacob, y dotado con ese don de profecía en los sueños, era profundamente envidiado por sus hermanos, odiado por ello. De ahí la locura de planear hasta su muerte.

¿Fue la envidia lo que le llevó a Jesús hasta la pasión? Muchos eclesiásticos lo afirmarán. Jesús hoy ve en el corazón de los sumos sacerdotes y fariseos el deseo de apropiarse de la marcha del pueblo elegido de Dios y de sus designios. No pueden soportar que Jesús adquiera sobre sí la autoridad sobre el pueblo y su pastoreo. La viña es mía -afirma Cristo- y vosotros sois mis labradores. ¿Pero por qué tiene que tener Dios el poder sobre la viña si al final soy yo quien la trabajo?

En la vida espiritual, esta tentación primigenia está al orden del día. Por una parte el pensar que hay aspectos de mi vida en la que Dios no tiene porqué asomarse. O incluso echarle en cara a Dios la experiencia de nuestra fragilidad y sufrimiento siendo Él nuestro Padre. Por otra parte, están las sutilezas de la envidia en la sociedad, en la vida familiar o comunitaria. Por ejemplo, cuando estamos deseando que nos cuenten las críticas sobre el vecino o nos regodeamos del mal ajeno. Esa molestia que se puede sentir cuando se te acerca esa persona valorada por todos, ese disgusto por ver que a la compañera de catequesis no le falta nunca ningún niño. Ese sentimiento de regocijo que nace en el corazón del párroco cuando empieza a ver que los feligreses de las parroquias vecinas empiezan a venir a sus misas …, etc. ¡Qué descalabro! ¡Es como si el defensa no se alegrara porque el delantero ha metido un gol para su equipo! La envidia es muy egocéntrica e individualista. Pero su final ya lo anuncia Jesús: «se le quitará el reino de Dios y se le dará a quien produzca sus frutos». ¡Cuántos frutos damos, cuando cada uno sabiendo reconocer el bien del otro, trabajamos en la concordia, dentro del mismo equipo, y por un bien para todos! ¡Entonces es cuando convertimos nuestra vida en un pedacito del reino de Dios!