El Evangelio de hoy ha sido algunas veces bautizado como el del siervo cruel e inclemente. Realmente cuando uno escucha semejante historia, le surge la pregunta: Pero, ¿cómo pudo ser tan duro con el compañero que le debía sólo cien denarios después de todo lo que se le perdonó a él, que era muchísimo más y que le hubiera costado perderlo todo: a su mujer, a sus hijos, todas sus propiedades y hasta ser vendido él mismo?

Visto desde fuera parece impensable. Pero, ¡cuántas veces el perdonar se nos hace tan cuesta arriba, tan difícil y le hacemos pagar al que tenemos cerca hasta el último céntimo de sus fallos o metidas de pata! Esto sucede de una forma casi espontánea y muchas veces inconsciente. Es como si las personas nos olvidáramos muy rápidamente de cuando uno mismo lo pasó mal o estaba necesitado de la solidaridad o perdón de los demás.

Si vivo en la conciencia de que a mí se me ha ayudado muchas veces, que lo que soy se lo debo  al cariño y a la dedicación de muchas personas empezando por mis padres, se me va a hacer mucho más fácil ayudar. También es vital recordar las veces que a mí se me han aguantado esas pequeñas y grandes injusticias cometidas o que otros me han pasado muchas cosas por alto. Recordar esos momentos más pesados, donde alguien estuvo allí y soportó mis reacciones con paciencia y amor, me hace más fácil perdonar a las personas que me ofendan.

Esta “hacer memoria de mi propia historia” de vez en cuando es algo que el pueblo de Israel cuidaba mucho: “Acuérdate de todo el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años…guárdate de olvidar…” (Deuteronomio 8,2)

Esta memoria se hace aún más fuerte si recordamos que como cristianos hubo alguien que cuando nosotros estábamos sin esperanza y sin Dios, pagó con su propia vida esa deuda que no nos hubiera bastado toda la vida para pagarla.