Hay que reconocer que Nabucodonosor fue honrado para aceptar al Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, cuando vio cómo los libró del tremendo fuego del horno encendido. Contrasta su sinceridad con la mentalidad obtusa de aquellos fariseos que, frente a las obras y a la palabra de Jesús, se agarraban con fuerza a su magistral argumento: nosotros somos hijos de Dios y de Abraham. Tan obcecados estaban en la literalidad de la Ley, tan agarrados a su poder religioso ante el pueblo, a sus prebendas y privilegios, que no podían –o no querían- ver más allá de sus narices a la misma Verdad hecha carne ante sus ojos. Nabucodonosor supo reconocer al ángel del Señor y se rindió ante él; los fariseos no supieron reconocer al mismo Hijo de Dios y ellos mismos se incapacitaron para encontrar y vivir la verdad. Por eso, el evangelio de hoy se parece mucho a eso que vulgarmente solemos llamar un “diálogo de besugos” (con perdón… porque el Señor no tiene nada de besugo): por más que el Señor les dice y explica muy clarito que él viene del Padre, que su autoridad es la del Padre, los fariseos erre que erre a vueltas con Abraham.

Ese mismo “lenguaje de besugos” lo hablamos nosotros muchas veces (sin ánimo de ofender a nadie…), cuando tenemos delante de nuestras narices a Dios y no sabemos, o no queremos reconocerlo. ¿No será nuestra oración un “diálogo de besugos” con Dios? Porque, sí, claro: vamos a Misa, rezamos, hacemos obras buenas, estamos dispuestos a colaborar en la parroquia, asistimos puntualmente a las reuniones de nuestro grupo, etc.; pero, cuando nos viene un imprevisto, un fracaso, un absurdo, una enfermedad, es decir, cuando vemos el horno y las llamas del fuego ardiendo, nos empiezan a temblar las piernas, y nos damos cuenta de que nuestra religiosidad está muy lejos de nuestra vida concreta. Cuánto nos cuesta ver su mano providente en las cosas más cotidianas y ordinarias de nuestro día a día. Nos acostumbramos a encarar la vida desde la miopía espiritual y no desde esa visión de fe, que es la que nos da el verdadero señorío sobre las cosas. Por eso, contrasta la fe de aquellos tres jóvenes en el horno y la sinceridad del rey Nabucodonosor frente a la incredulidad de aquellos fariseos que, dialogando con el mismo Jesús, sin embargo no fueron curados de su ceguera interior, porque no quisieron.

Hay que pedirle al Señor una mirada limpia y sencilla, que sepa reconocerle en lo más anodino y simple de nuestra vida. Es lo que nos enseña también la Virgen Madre de una manera tan especial en estos días santos de la Pasión del Señor. Ella supo, como nadie, reconocer al Hijo de Dios, al enviado del Padre. A quién mejor que a Ella pueden aplicarse las palabras de Cristo en el evangelio: “Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.