Aquellos tozudos fariseos se escandalizaron hasta la ira cuando oyeron de boca de Jesús las palabras que siglos antes había oído Moisés de labios del mismo Dios: “Yo soy”. Este nombre de Dios, impronunciable para muchas generaciones de israelitas, se lo apropió el mismo Cristo, para hacerles ver a los fariseos que Él era Dios. Para aquellos fariseos, Cristo no le llegaba a la altura del betún a Abraham, uno de los grandes profetas del pueblo de Israel y, sin embargo, hablaba de inmortalidad y de vida eterna, aun sabiendo que todos los profetas han muerto. Semejante confesión de divinidad era para ellos un sacrilegio de tal calibre que no pudieron menos que coger piedras con la intención de lapidar al Señor y matarle por blasfemo y endemoniado.

Resulta estremecedor ver hasta dónde es capaz de llegar la ceguera del corazón. Y más estremecedor es ver los frutos de esta ceguera en estos fariseos que, a los ojos de la gente, eran considerados como maestros de la Ley, ejemplares cumplidores de todos los preceptos y los que más cerca estaban de Yahvé. Eran “los buenos”, los que rezaban todos los días en el templo, los que explicaban al pueblo la Ley en las Sinagogas, los que enseñaban a los demás, con aparente ejemplaridad, cómo debían vivir su relación de alianza con Yahvé. ¿Cómo podían ser tan ciegos si estaban tan cerca de las cosas sagradas y servían al Señor con tanto esmero?

Esta soberbia, que se agarra a la virtud aparente, en nombre de Dios y de las cosas sagradas, es más difícil de desenmarcarar y destronar del propio corazón. Se nos cuela sin querer ese tufillo de orgullo y petulancia, que nos va poniendo galones y medallas en el uniforme del alma, cada vez que le entregamos a Dios un poquito de nuestros rezos. Y, entonces, nos creemos con derechos adquiridos: ¿Por qué Dios no me concede lo que le pido, si voy a Misa todos los días, le rezo a diario, le sirvo en muchas obras de apostolado, etc.? ¿Es que, quizá, no valen todos estos méritos ante Dios? ¿No debería Dios corresponderme un poquito, solo un poquito, concediéndome eso que le pido? Como si Dios fuera el genio de la lámpara de Aladino, que cuando la frotas con unos cuantos rezos, sale enseguida y me concede mis tres deseos.

Los fariseos practicaban la devoción de Aladino. Pero, tú y yo, muchas veces, caemos en la misma tentación. Y mientras regateamos con el Señor en nuestra entrega diaria, no nos damos cuenta de que somos presa de la ceguera de la soberbia. Está el Señor hablando de vida eterna, de divinidad y de eternidad, preparándonos para celebrar los misterios santos que se acercan, y nosotros frotando nuestra lámpara una y otra vez, con fuerza, más pendientes de nuestros problemas cotidianos que de las cosas de Dios. Pidamos la gracia que recibió Abrahám: “Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría”. El día de Cristo, su Hora, está llegando. Ojalá podamos contemplar con profundidad esos santos misterios en los que Dios, Yo soy, se nos entrega totalmente. Que nos lo alcance de su Hijo la Virgen Madre.