La primera lectura, continuación de la de ayer, omite el largo discurso que pronuncia Esteban ante el sumo sacerdote y el tribunal (Hch 7,1-50). En él, Esteban repasa la historia de la salvación centrando su atención en cómo los judíos cerraron su corazón a la palabra divina asesinando a patriarcas y profetas. Y concluye con esta severa advertencia: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y ahora vosotros lo habéis traicionado y asesinado; recibisteis la ley por mediación de ángeles y no la habéis observado”.

El testimonio que da Esteban viene de arriba: Dios habla por medio suyo. Del mismo modo, comprobamos muchas veces que la grandeza de la palabra y el testimonio de Dios nos viene a través de la pequeñez humana de aquellos que formamos la Iglesia. Se cumplen así las paradojas presentes en el evangelio: para ser grande, hay que ser pequeño; el mayor es el que sirve; el que pierde su vida la gana; la fuerza se manifiesta en la debilidad, etc.

Jesús rectifica a sus interlocutores: “No fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”. Moisés murió y esa es la prueba evidente de su pequeñez; pero al mismo tiempo fue grande porque confió en Dios y puso lo que tenía a su servicio, viviendo con fidelidad la dura tarea de conducir al pueblo de Israel. Pero quien sostiene y realiza la obra buena —el maná— en última instancia es su verdadero autor, que es divino.

Le pedimos al Señor que vivamos siempre con docilidad las inspiraciones del Espíritu y seamos capaces de reconocer su voz aunque nos llegue por instrumentos sencillos y pobres.