Las páginas del Evangelio protagonizadas por mujeres son, ciertamente, deliciosas. Nunca encontramos en boca de Jesús una sola palabra o tilde pronunciada en forma de reproche hacia la mujer, la de su tiempo y la de todas las épocas. Y es estremecedor que el inicio de la Encarnación, ese momento tan esperado y deseado por todos los tiempos, se geste, de manera tan humana y tan escondida, durante nueve meses en el seno de una mujer. Ni rastro de feminismo progre y radical en el evangelio de hoy –y en todo el Evangelio–; pero sí muchos detalles de una gran veneración hacia la mujer, por lo que la feminidad y la maternidad suponen en el plan de Dios.
Acompañar la maternidad. En cualquier circunstancia. En cualquier momento. En todas y cada una de las madres. Acompañar la maternidad no sólo en cada una de las mujeres gestantes, en cada una de las madres que han dado y dan la vida, de tantas maneras, y no solo de forma biológica. Acompañar la maternidad, porque la mujer es quien hace más padre y esposo al varón, le ayuda a crecer en el camino de su masculinidad. Acompañar la maternidad, porque en el hijo se hace carne el don de Dios a los esposos. Acompañar la maternidad, porque el valor humanizador de una cultura y de una sociedad se mide por el respeto y la protección que ejerce con la vida y con la maternidad. Acompañar la maternidad cuando se ejerce, de múltiples formas, en el orden de lo espiritual. Es una realidad sagrada, querida por Dios para su mismo Hijo, al hacerse carne. Porque la maternidad es una forma de dar y entregar la vida, tiene un gran significado martirial y es un gran testimonio de Dios, en medio de un mundo que no cree en la vida. A través de la maternidad de María, y en la de cada mujer, aprendemos a entrar en la Eucaristía, ese sacramento que es fuente y culmen de toda la actividad de la Iglesia y que tanto tiene de maternidad y feminidad.
La fiesta de la Visitación de María a su prima Isabel, que celebramos hoy, es una invitación fuerte a salir de nosotros mismos, a desinstalarnos de una fe tibia y acomodada, que se conforma con mínimos y que no aspira con fuerza a la santidad. La maternidad nos enseña a acoger al otro, a amarle por sí mismo, a acompañarle en el camino hacia su plenitud como persona y como hijo de Dios. Lo que hizo María Madre con su hijo Jesús, a lo largo de toda su vida, es lo que tú y yo estamos llamados a hacer con todos y cada uno de esos hombres, que se cruzan contigo cada día y que Dios te ha confiado como si fueran hijos. Y veneremos también a san José, que supo entrar en el misterio de Jesús de la mano de la maternidad divina de María. Él nos enseña a acompañar la maternidad.
Me perdí en la oración»Ni rastros de feminismo progre y radical