Santos: María Micaela del Santísimo Sacramento, virgen y fundadora; Vito (Guy), Modesto, Crescencia, Esiquio, Dulas, Benilde, Livia (Olivia), Leónida, Eutropia, Felipe, Zenón, Narseo, mártires; Germana de Pibrac, virgen; Landelino, abad; beata Yolanda (Elena); Alberico, Abraham, confesor; Bernardo de Menthon, presbítero patrono de los montañeros y alpinistas.
Siglo XVI, el tiempo; el lugar: Francia, Languedoc, Toulouse, Pibrac. Humanamente, la vida le dio bien poco; hija de un padre campero acomodado, Maître Laurent, casado con Marie Laroche en terceras nupcias y que se murieron pronto; con treinta años de diferencia con su hermano mayor, Hugo, único heredero a la muerte de su padre común y bajo la tutela de Armanda Rajols, una cuñada que siempre la miró con desprecio quizá por las secuelas que le quedaron a Germana desde su nacimiento: una mano con parálisis, llagas fistuladas y cuerpo maltrecho.
La situación de la niña Germana en la vida de familia fue de abandono consciente, voluntario y mantenido; la excusa para no comer juntos ni dormir bajo el mismo techo era la de evitar contagios. La huerfanita solo encontró cariño, comprensión y muchas cosas más en la sirvienta de toda la vida, la analfabeta Juana Aubian, que de verdad la quiso. Hizo de madre, cuidándola; era ella quien limpiaba y curaba sus persistentes heridas, ella le habló de Dios y del comportamiento compasivo de Jesús con los menos afortunados; y Juana le daba de comer y la metía en su cama para el sueño hasta el día que la familia decidió que ya había crecido y era mejor que se las apañara sola. A partir de esta decisión, Germana durmió cada noche en el hueco de la escalera que bajaba al establo, junto al ganado, sobre un jergón o camastro.
Estaba claro que ella no podía aportar mucho al trabajo del campo por su limitado cuerpo, pero acompañaría al ganado en sus salidas a pastar, estaría con las ovejas, cabras y vacas y lo traería a casa a la caída de la tarde. Además, podría llevarse el huso, pincharlo en la tierra y hacer algunos hilos de lana.
Así la vieron en el pueblo salir todas las mañanas con su sonrisa amable y el ganado. Todos conocían lo suficiente su ambiente familiar y sabían de los malos tratos que la arrinconaban como si estuviera apestada. ¿Podían hacer ellos algo? ¡Verlo! Y nada más; los derechos de los niños, la protección al menor y la cuestión social se inventaron más tarde.
El cura del pueblo, Guillermo Carné, sabía que era piadosa y delicada de conciencia, que asistía a la misa dominical y comulgaba cada domingo; sabía que sonreía siempre y no protestaba jamás por su situación –harto aceptada–, y sabía también que era caritativa; sí, de los mendrugos de pan que sobraban en casa, con los que ella se alimentaba, daba a los más pobres, y junto con el pan duro les hacía compartir, si los veía por el campo, su compañía y sonrisa; hasta le dio el abbé encargo para enseñar la doctrina a los niños cuando la vio bien preparada; y hablaba con tal entusiasmo de Jesús en la Eucaristía y de la Virgen Santísima que, además de instruirlos, los formaba. Todo ello era fruto de la acción divina en los ratos –sin medida de tiempo– pasados en la acción de gracias y contemplación mientras atendía su cometido entre el calor o frío del campo, donde se arrodillaba al sonar las campanas para el rezo del Ángelus.
Vida más escondida y sencilla no podía pensarse. Solo al final de ella sucedieron algunos hechos insólitos, esos que llaman milagros. Verás.
Sin ser tiempo de flores, salieron de su delantal un montón de ellas; fue el día que su cuñada Armanda quiso humillarla ante los vecinos del pueblo. Sospechaba de la generosidad de Germana; la vio salir con más bulto del acostumbrado camino del campo; ante testigos le pidió que le enseñara lo que ocultaba y, al extender sus ropas, se habían convertido los mendrugos de pan en flores silvestres.
Otra vez fue al pasar el arroyo Coubert para asistir a la misa; iba crecido y el agua turbia; desde la otra orilla se reían los que la llamaban beata imaginándose el trabajo para la pobre tullida, o gozando entre risas de su prevista marcha atrás; pero Germana hizo con naturalidad lo de todos los días y se separaron las aguas para volver a juntarse cuando ella pasó por el lecho seco.
Un día amaneció muerta, debajo de la escalera y sobre su jergón, sin dar ruido. Era junio de 1601.
Cuando Dios se lució fue a partir de ahora. Al medio siglo de su muerte, menudo susto se llevó el sacristán-enterrador Guillermo Cassé cuando quiso preparar una de las tumbas para un difunto a enterrar y se encontró el cuerpo enterrado de una mujer recién muerta; era el incorrupto de Germana. Luego, cuando la Revolución, quisieron terminar con el cuento, metiendo el cuerpo en cal viva; pero, a los años, volvió a aparecer incorrupto a pesar de la cal. Decir Pibrac era traer a la memoria curaciones de todo tipo, parálisis, tumores, ciegos, enfermos, ulcerados… de modo instantáneo y mientras se celebra la misa. Más de cuatrocientos milagros consiguieron que fuera el centro de peregrinación y plegaria para el sur de Francia, hasta que pasó lo de Lourdes; ahora comparten la plegaria y la piedad.
Germana –presentada por la iconografía como una joven radiante con cayado de pastora y su huso– fue canonizada por el papa Pío IX, en el 1867. Es patrona de las pastoras.
Cierto que, si se la ha proclamado santa, es porque Dios lo quiso, como pasa con cada santo; pero en alguno se nota más. Repetidas veces se extraviaron los legajos y expedientes de la Cenicienta de Pibrac sin que lograran llegar a Roma. También en esta etapa tuvo que presionar el Señor para que al fin saliera. Para eso es Él quien manda.