imageCuando los judíos preguntan al Señor por el ayuno tomado como precepto de religión, el Maestro reconduce la pregunta hacia su raíz: cuando se está con el novio no se ayuna, se come y se disfruta de la cena, y nadie mira el reloj, porque los invitados se han olvidado del tiempo, se quitan la corbata y bailan.

Me entusiasman estos pasajes del Evangelio porque responden cumplidamente a las preguntas que todos nos hacemos a propósito del centro de la escena sobre el que pivota nuestra fe: una relación o, por decirlo mejor, un estado de relación. El novio que dice a su novia que ha decidido casarse con ella para vivir el precepto del amor o para cumplir las normas del matrimonio, es un poco bobalicón, debería ganase el premio de un bofetón por parte de su chica. Todo novio que se precie le dice a su novia lo que le nace del corazón: que sin ella se pierde. Con esa forma tan llana se lo está diciendo todo: que le promete fidelidad, que luchará por su vocación, que siempre será la primera, que ella es su mejor mitad.

Así deberíamos hablar de nuestra fe cristiana: sin Él nos perdemos. Me gustó el comentario reciente de un sacerdote amigo, me decía que celebraba misa a diario porque si no, se moría de hambre, no porque tenía una hora fija en la parroquia. En estos tiempos en que hay tanta gente que desconoce el núcleo de la fe, habría que hacerle caso a San Juan Pablo II y facilitar un discurso del corazón, no un enramado normativo que el neófito no pilla. A veces creemos que tenemos que traducir a Dios, o revocar la fachada con un andamiaje que impide la visibilidad de nuestro Señor.

Juan de la Cruz sí que se explicaba bien, y eso que sus palabras pueden. Rezo estos días fragmentos del Cántico Espiritual, donde cita al corazón ardiente del lector para hacer de su alma un huerto cerrado, una fuente sellada, un lugar donde se quede solo y quieto, dispuesto a ser visitado en cualquier momento por su Amado. Así se dicen las cosas del amor, así se siente el Señor, novio con sus amigos.