Santos: Ignacio de Antioquía, mártir, obispo y Padre de la Iglesia; Víctor, Alejandro, Mariano, Mamelta, Balduino, Exuperia, Etelredo, Etelberto, Florencio, Erión, mártires; Herón, Florencio, Víctor, obispos; Nothelmo, confesor; Catervo, Clemente, Dulcidio, Zanón, Régulo, abades; Andrés de Creta, ermitaño.

En Roma hay unas fiestas jamás vistas. Se conmemora la victoria del año 106 que tuvo el emperador Trajano sobre los dacios. Duran ciento veintitrés días y cuentan los anales que en ellas vio el pueblo morir a diez mil atletas gladiadores y más de doce mil fieras. También adornaron aquel circo las muertes de Ignacio de Antioquía y, dos días antes, las de sus acompañantes, Zósimo y Rufo, que también murieron por ser cristianos.

Las actas que narran el juicio de estos campeones de la fe y del amor a Jesucristo son tardías, muy probablemente nada reconciliables con la ciencia histórica, llenas de piedad cristiana y blanda fábula. De sus primeros años no sabemos nada. Quizá fue de origen sirio. La leyenda afirma algo nada comprobable por la historia como decir que llegó a conocer a Jesús en su vida aún mortal, que fue aquel niño que el Señor tomó y puso en medio del corro de discípulos cuando dijo: «En verdad os digo que si no os volviereis y os hiciereis como niños…», pero huele a leyenda piadosa. San Juan Crisóstomo, al cantar las glorias del mártir en Antioquía ante sus reliquias, lo considera discípulo directo de los Apóstoles con los que convivió, pero ni siquiera esto puede demostrarse como cierto. Tampoco sabemos cuándo lo hicieron obispo de Antioquía donde fue el segundo sucesor de san Pedro, ni los años que estuvo allí, ni el motivo de su condena a morir por las fieras; la verdad es que no hacían falta muchos después del edicto de Nerón que condenaba a los cristianos como enemigos públicos del Imperio; era suficiente cualquier denuncia o mal ánimo de cualquier gobernador para ser condenado a muerte.

Otra cosa es lo que sí se conoce como totalmente cierto por el propio testimonio fijado en las siete imponentes cartas escritas desde que salió de Seleucia, puerto de Antioquía, encadenado y custodiado por un pelotón, «los diez leopardos» como él dice, camino de Roma y pasando por las costas de Asia Menor y Grecia, con una parada en Esmirna: a los tralianos y a los de Éfeso, a Magnesia, Roma, Filadelfia, Esmirna y al obispo Policarpo, discípulo directo de San Juan.

De ellas se entresacan las disposiciones internas de aquel hombre que va a ser entregado a las fieras. Se advierte una absoluta ausencia del espíritu revolucionario propio de los fanáticos, ninguna protesta contra los que detentan el poder que le condena, ninguna aversión a las leyes. Su fortaleza de ánimo es algo inédito, no se descubre en sus escritos el más mínimo lamento. Por el contrario, hay una conciencia clara de estar cumpliendo una misión deseada: ser testigo –eso significa mártir– de Jesucristo; y la mejor manera es asemejarse a él en el sacrificio.

De la carta que escribió a los romanos se extraen párrafos y afirmaciones que manifiestan la madurez de la fe a muy pocos años de la redención como son la consideración de la iglesia de Roma como cabeza de toda la Cristiandad; fue el primero que utilizó la palabra «católica» para designar a la Iglesia Universal; tiene la convicción firme de que la comunidad cristiana se forma y vive en torno a la figura de su obispo; y hace una profesión de fe tan clara y completa que bien podría ser su credo la redacción, anticipada en más de doscientos años, del de Nicea.

Temía que estos fieles romanos hicieran valer ante las autoridades su influencia para librarlo de la pena letal que sobre él pesaba; escribe con tonos firmes, amables, pletóricos de fe y hasta con tonos dramáticos que no actúen en su contra porque el martirio es «la herencia que me toca. Que vuestra caridad no me perjudique (…) estoy pronto a morir de buena gana por Dios (…) no me lo impidáis. Permitidme ser pasto de las fieras. Trigo soy de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Yo mismo las azuzaré (a las fieras) para que me devoren rápidamente. Ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa, visible ni invisible, se oponga (…) a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos, descoyuntamiento de mis miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo caigan sobre mí, a condición solo de que yo alcance a Jesucristo».

Sabía lo que quería.

Aunque a nuestros ojos, tan pesadamente cargados de humanidad, esta lectura les parezca algo aterrador, a los de Theophoros, tan llenos de lo sobrenatural, la muerte en esas circunstancias –la crueldad– es la apoteosis del amor que triunfa.