img_2611El ciego de Jericó lo tenía todo en su contra. Lo primero, no veía. La ceguera es muy rabiosa, ya que le cuenta a diario a su enfermo que el mundo exterior se le ha cerrado en banda, que ya no cuenta más con él. Los fundidos a negro en el cine suelen ser dramáticos, porque pasan de la explicación nítida de las cosas, del hilo argumental, a la ausencia de cualquier atisbo de sentido. Conozco a ciegos cuya profunda vida espiritual les ha ayudado a su trato con el Señor, y el silencio lumínico les ha conducido sigilosamente a enamorarse del silencio de Dios y su compañía. Han vivido textualmente eso que dejó dicho Juan de la cruz «oh, noche amable más que la alborada, oh noche que juntaste amado con amada».

Pero el ciego de Jericó es que además era pobre con pedigrí, estaba arrojado al pie del camino, con los calores de la tierra maltratándole a cada segundo. Ser ciego y ser pobre, es estar muy solo, es el colmo de la carencia. A veces nos preguntamos cómo la gente que sufre tanto puede pasar por esta vida con una rosa en la mano, quiero decir, cómo puede sobrellevar su dolor con paz. Es gente de Dios, de los muy suyos. De, como dice Fray Luis de León, «dísteme tu alegría, joya que gozan tan solo tus privados». Privado aquí se usa en un sentido muy hermoso, se refiere a las personas que hacen vida privada con su Señor, y entonces los dolores no tienen autoridad suficiente para interferir en esa relación. Gentes que llevan  dos marcas en la piel, la del dolor y la marca del paso de Dios en su vida, marcas del corazón del Amado tatuadas en el antebrazo.

Pero es que al pobre ciego de Jericó le quedaba aún un tercer estigma, le mandaban callar, no caía bien, era un apestado al que le chistaban el criterio y le dejaban sin voz. Y el ciego de Jericó se gana al Señor porque lo llama. Dime, tú que me lees, piensa que sólo necesitas eso, llamarle, lo demás corre de su cuenta.