Encontramos en el evangelio de hoy algunos detalles peculiares que nos pueden servir para afianzar nuestra vida de oración e intimidad con Cristo.

En primer lugar, los ciegos sólo piden compasión a Jesús, no piden explícitamente que les devuelva la vista. En otros pasajes del evangelio, la gente pide cosas muy concretas a Cristo, como la mujer cananea o el centurión del lunes pasado. Hoy el Señor ha de interpretar lo que quieren: es una petición que depende luego de la intuición del Señor. La suerte de los ciegos es que quien les está preguntando conoce no sólo su petición, sino que conoce su vida al dedillo, le pertenece porque es el Kyrios, el Señor creador, Señor de la historia. Ellos no lo saben, pero es así. De este detalle quizá podamos sacar un propósito para nuestra oración personal: Señor, ayúdame a pedirte siempre explícitamente lo que llevo en mi corazón; que no me ande con rodeos, o que no me falte sencillez y sinceridad a la hora de pedírtelo, que no sobreentienda que ya lo sabes.

En segundo lugar, el Señor pone una condición realmente arriesgada para que se obre el milagro de dar la visión a los ciegos: «Que os suceda conforme a vuestra fe». Por fortuna, salió bien y pudieron celebrarlo luego sin necesidad de lazarillo. Estos ciegos no conocían la naturaleza divina de Cristo tal y como nosotros lo encontramos reflejado en el Credo. Pero al menos sabemos que en el momento de la curación obran con una fe grande, quizá sostenida por su urgente necesidad. Le pedimos al Señor que nos de una fe firme y fuerte en su presencia real, en su poder, en su misericordia, en su grandeza. De esta fe, cada vez más profunda y sobrenatural, irá saliendo una petición más a la medida del corazón de Cristo, y de este modo no sólo tendremos ojos para pedir por nuestras necesidades, sino por las del mundo entero, como las ve el Señor.

En último lugar, los ciegos ahora videntes lo primero que hacen es desobedecer clamorosamente a Cristo. Rompen el sigilo que el Médico les ha impuesto como tratamiento a su ceguera espiritual. Y por su indiscreción, algo que podría haberles conducido a afianzar su relación con Dios, se diluye en un búsqueda de reconocimiento por parte de la gente. De este modo, la vanidad del mundo les acaba seduciendo más que la grandeza de Cristo. Esa grandeza se descubre con el tiempo, si vamos afianzando nuestra oración, nuestra intimidad con el Señor. Poco a poco, en obediencia al Maestro, Él nos irá contando más cosas, abriendo más nuestros ojos del alma para contemplarle: “Mirad, el Señor llega con poder e iluminará los ojos de sus siervos”. Pero si somos frívolos a la hora de contar nuestra intimidad con Dios, hablando con cualquier persona de cosas íntimas a destiempo, o con personas que no corresponde hablar de esos temas, al final, tantos milagros como Dios hace en la vida de cada alma, pueden acabar diluidos por culpa de la vanidad o la superficialidad. Por eso, le pedimos al Señor que nos de un auténtico espíritu de obediencia en nuestra vida de oración con Él, abriendo sólo a quien corresponde el conocimiento de los milagros divinos que esconde nuestro corazón.