El cristianismo está lleno de bienintencionados. El primero ya lo fue Pedro que, con muy buena intención pero sin comprender los planes y la voluntad del Señor, quiso apartar a Cristo de su muerte en la Cruz. Y el Señor no se andó con contemplaciones ni paños calientes: ¡apártate de mí, Satanás!, le contestó. Y a día de hoy seguimos sin entender por qué el Señor, pudiendo hacer las cosas de otra manera, escogió la vía de la Cruz, la persecución, la incomprensión, etc. Desde criterios meramente mundanos, es comprensible y justificable la reacción de aquellos familiares de Jesús, que le tomaban por loco y hacían todo lo posible por recluirle en casa, para evitar el qué dirán, los cotilleos y murmuraciones que estaba levantando por toda la comarca. Eran bienintencionados, acoplados a los criterios mundanos de la época y a los clichés religiosos de su tiempo, que no podían entender las chaladuras del Maestro.

Piensa que cuanto más se parezca tu vida a la de Cristo más gustarás, como Él, la incomprensión y la maledicencia. La virtud siempre incomoda y, a veces, es mejor comprendida y recibida por aquellos que se dicen no creyentes que por aquellos que dicen ser de los tuyos. ¿Ha habido en la historia mayor injusticia que la que cometieron con Nuestro Señor en la Cruz los «buenos» de su época, aquellos fariseos venerados por todos como los maestros de la Ley, que fundaban en su propia virtud y en su vida ejemplar toda la seguridad espiritual de su salvación? Y, sin embargo, quizá sin que ellos fueran del todo conscientes, con la persecución de aquel Justo estaban dando cumplimiento a los misteriosos planes de Dios.

El silencio de Cristo en su pasión debe enseñarnos a callar y a amar, con el amor del silencio, a esos «enemigos» que nos persiguen con la palabra, con la murmuración, con la crítica, la maledicencia y hasta con las obras, y todo –dicen– en nombre de Dios, de la virtud, de la santidad, de la justicia con Dios, del bien espiritual de muchos o de la sana prudencia. No interpretes todo eso con los pobres criterios del mundo y de los hombres, con los que nunca podremos medir la acción misteriosa de Dios. Piensa que en esa persecución de los buenos, de los tuyos, Nuestro Señor vuelve a crucificarse, una y otra vez, para que puedas así completar en tu carne lo que falta a la pasión de Cristo. Quizá nos llamen de todo, pero más vale eso que vivir una fe anodina, insulsa, acomodada a la horma de lo políticamente correcto, y puede que quizá ya mortecina.