El Génesis narra la historia del primer asesinato fratricida. Caín, enfurecido y abatido porque “Dios no se fijó en su ofrenda”, sino en la de Abel, mató a su hermano corroído por la envidia y la ira. Este episodio lamentable, acontecido en los orígenes del género humano, señala el drama que desde entonces acompaña a una humanidad que conoce el pecado y se arrastra por sus pasiones.

La envidia está detrás de innumerables crímenes que se cometen en el mundo. No hace falta que sean crímenes de sangre, pues Cristo mismo alerta de los movimientos internos del corazón, donde se gestan primero las maldades que luego se comenten al exterior. En los juicios internos que hacemos de los demás, si van llenos de envidia, se comete ya un crimen que nos afecta interiormente mucho, y que tiene repercusión en nuestra forma de tratar a las personas. La envidia es una esclavitud del juicio y una falta de libertad interior que nubla el juicio y distorsiona la realidad. Es como el motor secreto que muchas veces no se confiesa en público, pero que se puede intuir.

Al hilo de las lecturas de hoy es bueno que recemos y nos examinemos delante de Dios acerca de nuestras envidias. Quizá descubramos alguna en la que no habíamos caído. Puede tratarse de las cosas que tienen otras personas cercanas, o de algunas cualidades buenas de algún conocido, o un gesto de cariño que algún familiar ha tenido con otros y no contigo, o el reconocimiento laboral a otra persona que trabaja lo mismo que tu, etc.

Algunas lenguas dicen que el crimen se cometió con una quijada de burro. La Escritura no dice nada al respecto, pero ese detalle resulta insignificante al lado de lo macabro de la escena. No obstante, aprovechamos la idea para pedirle al Señor que no hagamos burradas, como Caín: que luchemos por borrar inmediatamente cualquier atisbo de envidia que se presente en nuestro corazón y que lo pongamos a buen recaudo con oración y, si persiste la tentación, con algún sacrificio. Y, por supuesto, ponerlo en la confesión si hemos caído. Nuestro corazón andará más ligero si evitamos que vayan introduciéndose las pesadas piedras de la envidia que van restando capacidad de amar.