Hch 15,7-21: Sal 95; Ju 15,9-11

Comenzamos uno de los acontecimientos más importantes y peligrosos del nacimiento del cristianismo: ¿deben los gentiles primero hacerse judíos, y observar la Ley de Moisés, para, luego, devenir cristianos? ¿Deben tomar decisión las cúpulas eclesiásticas por consenso y según su sano entender? Desde el comienzo, con Pablo y Bernabé, el argumento es otro. Simplemente, contaron lo que Dios había hecho con ellos; cómo se convertían los gentiles. Se convertían a Jesús, muerto y resucitado. Recibían el Espíritu en su plenitud. Obligarles a circuncidarse era un paso atrás, un abandono de la cruz de Cristo, una vuelta a la Antigua Alianza, cuyo cumplimiento definitivo se había dado, para todos, en la Nueva Alianza. Un obligar a la observancia de la ley, que negaba el cumplimiento de quien los profetas habían anunciado. Un posponer la figura de Jesús como mero anunciador, pues la salvación no se nos alcanza en él, sino en la circuncisión, en el observar la ley. De esta manera, Jesús viene a ser, a lo más, un nuevo profeta de la Ley de Moisés. Un hombre majo que, finalmente, ha cumplido un empeño interesante en favor del pueblo judío, cuyos jefes condenaron injustamente a Jesús al cruento suplicio de la cruz, pero que, ahora, reconociéndole como quien nos dirige a una observancia más exacta de la ley, aumenta el pueblo elegido con la conversión imponente de nuevos gentiles, acercándonos a los tiempos finales.

Pablo y Bernabé, y tras una gran batalla espiritual, Pedro y los demás apóstoles, junto a todos los cristianos, comprendemos así el papel decididor de Jesús, de la cruz de Cristo, de su muerte y resurrección, del sacrificio salvador de su sangre derramada por nosotros. La redención de la muerte y del pecado se nos da en Cristo, a través de Jesús, de su vida y de su muerte. Él no es alguien que vigila el cumplimiento de la Ley de Moisés de modo que quienes le miramos, convinamos en una observancia más exacta. De ser así, lo final y decisivo en el acontecimiento de Jesús sería la legalidad, la circuncisión, las prácticas, los usos y costumbres, el mirar hacia dentro, hacia la Ley. El cristianismo, así, se convertía en una secta judía, una partición más de las que entonces se daban en él. Es verdad que tendría una ventaja, al pertenecer a la religión judía  estaría cubierto —de modo excepcional— por el manto oficial de no tener obligación de adorar con incienso al emperador.

En lo que conocemos por el NT de la Iglesia primera, es Pablo quien percibe en toda su crudeza la importancia trascendental de lo que se plantea. Podría decirse que toda su maravillosa teología, que tan adentro ha llegado en nosotros, está construída sobre ello.

Vamos alegres, pues, a la casa del Señor, como rezamos todos con el salmo. Sí, pero esa casa ahora es el templo del Espíritu, que Jesús nos envía desde el Padre. No el Templo de Jerusalén, aunque vayamos a él para rezar con nuestros hermanos judíos. El santo de los santos, el lugar de la presencia palpitante de Dios, es el cuerpo de Cristo clavado en la cruz, a cuya muerte se rasgó la cortina que impedía verlo. Cuerpo muerto del que manó sangre y agua. Cuerpo glorioso que se nos dona en la eucaristía y en las obras de misericordia. Nuestra salvación pasa por él, solo por él.

Porque él, solo él, es la verdadera vid. Por eso, permaneced en mí y yo en vosotros.