¿Qué regalo puede dar Dios-Padre a Dios-Hijo? Sólo el Amor. Ese es el Espíritu Santo. Es el Amor-persona. Es el Don de Dios.

Cuando Jesús muere en la cruz, hace algo inmenso, en medio de su sacrificio de amor por los hombres dice a su Padre: «A tus manos encomiendo mi espíritu». Y expirando, lo da. Es el Espíritu-divinidad que ha acompañado a Jesús desde que lo engendró en el seno de María, que inundó su humanidad desde el bautismo, con el que rezaba a su Padre y en el que realizaba las maravillas de sus signos.

Y ahora es donado a la Iglesia, a la humanidad. El Don de Dios se nos regala a nosotros. ¿Para qué? Para reconstruir todo lo que había sido derrumbado por el pecado del hombre. ¿ Y qué había sido derrumbado? Justamente el amor.

El amor que nos unía con Dios-creador, el amor que nos unía entre nosotros, y el amor que nos unía a toda la creación. Por eso, el Espíritu Santo se nos da para perdonar los pecados (evangelio), para que seamos un sólo cuerpo (epístola), y podamos entendernos de verdad (primera lectura).

¿Pero sólo se nos da a nosotros? Dice el Salmo de hoy que el Espíritu se da como aliento repoblando toda la tierra. El Espíritu se ha derramado también sobre toda la tierra (cosmos), para que regándola de Gracia pueda germinar un día como «cielos nuevos y tierra nueva». Cuando estamos llenos del Espíritu Santo es como si nos uniéramos todos al todo de la creación para tener un mismo destino de salvación. Suena fuerte, suena elevado, pero es lo que nos dijo Jesús: «Dios será todo en todos».

Nunca se me olvidará aquella vez que unos amigos palestinos de Belén vinieron a dar testimonio en una misa de Navidad. Sintieron tanto amor entre la gente y hacía ellos en la liturgia, que se emocionaron y sólo pudieron decir estas palabras: «nos sentimos como hermanos con vosotros, no os conocemos y ya os queremos, rezar por nosotros y llevarnos siempre en vuestro corazón». Y ocurrió el milagro de que los desconocidos de culturas e idiomas tan diferentes se sentían de la misma comunidad, de la misma patria, de la misma familia. Allí estaba el Espíritu Santo, sin duda.

¿Qué podemos decir? Sólo podemos repetir esa oración antiquísima de la Iglesia. De verdad, con el corazón abierto… «Ven Espíritu Divino, Ven Espíritu Santo. ¡Ven por María!»