El evangelio de hoy nos recuerda la verdadera humanidad de Jesús. Él es Dios encarnado. En todo es semejante a nosotros excepto en el pecado. Se entera de la muerte de Juan Bautista, el precursor; el que se había llamado a sí mismo “amigo del esposo”. Jesús se retira a solas, a un lugar desierto. Fijémonos en las dos indicaciones (quiere ir solo y a un lugar en el que no hay nadie). Es una forma e indicar el dolor de Jesús por la muerte del Bautista. Nos habla de su profunda humanidad y de cómo le afecta todo lo que tiene que ver con el dolor humano.

Inmediatamente se nos vuelve a señalar la humanidad de Jesús. Porque la multitud lo sigue. Y entonces se nos habla de la compasión de Jesús. Cristo ha venido y está para curar a los enfermos, para traernos la salvación. Su corazón se conmueve continuamente ante el sufrimiento humano. Su amor no deja de desbordarse sobre los que tienen necesidad de ayuda. Y, en lo que sigue, Jesús nos llama a imitar su misericordia.

Encontramos a los apóstoles que le piden que despida a la multitud. Se ha hecho tarde. Los discípulos sienten cierta compasión hacia aquella gente y parece que su intención es buena: “que se vayan para que puedan comprar comida”. Quizás muchas veces a nosotros nos sucede lo mismo. Nos encontramos ante una situación difícil y pedimos a Dios que la soluciones; que nos quiete ese problema de delante. Pero el Señor nos enseña una mirada más profunda. Nos dice que tenemos que ir hasta el final en nuestra misericordia, que no es suficiente con pedir por los que sufren sino que hay que entregarse por ellos. De ahí las palabras de Jesús: “No hace falta que se vayan, dadles vosotros de comer”.

Viene después el milagro tan conocido de la multiplicación de los panes y los peces. Ese milagro también hace referencia al misterio de la Eucaristía. Para nosotros contiene una importante enseñanza: todo hemos de verlo desde la perspectiva de la Eucaristía. En el sacramento de la Eucaristía está presente el mismo Jesús. Él es el verdadero alimento para nosotros y también la fuente de la fuerza (el amor) para ayudar a los demás. Desde la Eucaristía entendemos una nueva manera de afrontar los problemas. No se trata de que desaparezcan, sino de que se manifieste en todos los momentos de dolor el misterio del amor de Dios.

Desde la pequeñez (cinco panes y dos peces) y desde la impotencia, Jesús nos enseña a mirar el cielo y a dar gracias. Hemos de ponernos en sus manos y recostarnos en su corazón. Él multiplica nuestra capacidad de amar, que se manifestará también en descubrir maneras de ayudar a otros.

Con sencillez descubrimos muchas cosas en el bello evangelio de hoy que nos descubre el dinamismo del amor del Corazón de Jesús. Lo primero es a no encerrarnos en nuestra dolor. De alguna manera Jesús suspende el duelo por su amigo Juan ante la multitud cansada, enferma y hambrienta. Después nos enseña a amar y también nos dice: enseña a otros a querer; implica a más gente en tu servicio a favor de los pobres. De esa manera, mediante la práctica de la misericordia, arranca nuestro corazón del aislamiento y la autocompasión y lo abre a la maravilla del amor de Dios. El Señor, continuamente, nos invita a ser partícipes de su misericordia.