Jueves 18-1-2018 (Mc 3,7-12)

 

«Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre». Después de sus disputas con los fariseos, que hemos podido seguir en los días pasados, ahora contemplamos a Jesús en acción, entre su gente. De algún modo, podemos imaginar sin equivocarnos que así sería la vida diaria de Jesús. Siempre rodeado de gente que acudía a Él para ser curada en el cuerpo o en el espíritu. Así resume Pedro en sus primeras predicaciones la esencia del ministerio público del Mesías: «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el mal». En verdad, toda el ser y la misión de Jesucristo no fue otra cosa que hacer el bien a los demás. Todo él, desde la primera hora de la mañana hasta el anochecer, fue servir, escuchar, ayudar y consolar a tantas y tantas personas que se encontraban necesitadas. Su vida consistió en dejarse gastar y desgastar –alegremente, sin quejarse, y siempre con una sonrisa- por las necesidades aun más materiales y peregrinas de aquellos que acudían a él.

 

«Acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón». Verdaderamente, acudían multitudes para ver a Jesús. Según nos dice el evangelista al señalar sus lugares de procedencia, mucha gente caminaba varias jornadas para estar un momento junto al Señor y poder así hablarle y tocarle. En muchas ocasiones, Cristo se hallaba tan rodeado de gente que hasta se creía que lo iban a apretujar y estrujar. Ante este panorama, conviene que nos preguntemos: ¿por qué esas muchedumbres acudían a Jesús? ¿qué buscaban en Él? Si leemos con atención el Evangelio, nos damos cuenta de que a pesar del gentío que le rodeaba, Cristo siempre atendía a cada persona individualmente, acogiéndola en su necesidad y mostrándole su compasión. Él fue el maestro del trato personal, del uno a uno. A pesar de las multitudes, parece que no tenía otro deseo que ayudar en su necesidad concreta a la persona que tenía delante. Todo el que acudía a Él volvía a su casa reconfortado, consolado y curado. Así, Jesús cambió la vida de todas aquellas personas tocando su corazón uno a uno, en el trato directo y personal en el que se abren y comunican en intimidad las almas.

 

«Todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo». Las gentes que se apretujaban alrededor de Jesús buscaban sólo una cosa: tocar al Señor. De Él salía una fuerza que los curaba a todos. Esta fuerza divina de Jesús que cura de la enfermedad y salva del mal, sin embargo, no es algo ya pasado. Cristo sigue actuando hoy en día como lo hizo hace dos mil años en Palestina. Hoy realiza sus milagros y sus curaciones entre nosotros por medio de sus sacramentos. En estas siete maravillas del poder divino, podemos los hombres del siglo XXI tocar a Jesús con nuestras propias manos y experimentar la fuerza de su gracia. Como a aquellos hombres, tenemos la posibilidad de encontrarnos con Jesús, cara a cara, en la Misa, la confesión… Si cuidamos esos encuentros cotidianos con Cristo, entonces Él, en el tú a tú, cambiará nuestra vida como cambió la de tantas personas que se apretujaban para tocar aunque fuera el borde de su manto.