En el Evangelio de hoy vemos, ante todo, dos actitudes que nos conmueven profundamente: la disponibilidad de Jesús para con todo aquel que se le acerque y la extraordinaria fe de quienes acuden a él con la confianza de que el Señor les traerá la sanación que sus cuerpos, pero sobre todo sus corazones, ansían.

Este texto de Marcos es una excusa perfecta para preguntarnos cómo andamos en ambas disposiciones. ¿Somos personas disponibles?, ¿estamos abiertos a los demás o, por el contrario, queremos ser dueños y señores de nuestro día sin que nadie nos importune? Piensa en las veces que Jesús estaría cansado, incluso un poco agobiado por tanta gente, pero Él siempre tuvo -y tiene- tiempo para hacer el bien, para poder desplegar lo más bello que tiene: su amor, que deriva de su relación filial con el Padre en el Espíritu. Esto es algo en lo que el papa Francisco nos insiste sobremanera: dejémonos tocar por la realidad, permitamos que las personas nos interpelen, que toquen nuestro corazón, tal y como le sucedía a nuestro Señor. Y contemplemos nuestra vida también: ¿acaso el Señor no ha acudido presto muchas veces para acercarnos el borde de su manto para que, al contacto con Él, recobremos la vida perdida a causa de nuestros pecados, enfermedades o tristezas propias de la vida?

Por otro lado, nos maravillamos, y Jesús lo hace también, ante la fe que profesan todos aquellos que, como dice el evangelista, lo reconocieron. Ese reconocer va mucho más allá del simple saber que Él era alguien especial, el Ungido, sino que es un reconocer a la categoría experiencial. ¡Estos enfermos y sus familiares han vivido en primera persona la grande de Jesús! Es cierto que muchas veces nos cuesta reconocerlo en nuestra vida, pero más verídico resulta el hecho de que Jesucristo siempre brilla y que, como el sol que nace de lo alto, aunque haya nubes, siempre brilla, da luz y calor para que podamos vivir. Es la grandeza de la humildad de Jesús: aun cuando aparentemente ha desaparecido, siempre está ahí, en silencio, aguardando a que vayamos a tocarle la orla del manto. ¿Tenemos la fe de ser conscientes de que siempre le tenemos ahí? Busquémosle cada día, vivamos en su presencia y descubramos el poder que Él y sólo Él tiene: darnos vida, vida eterna.