La multiplicación de los panes y los peces es, sin duda, uno de los milagros más conocidos del Señor. En primer lugar, vemos algunos de los sentimientos más profundos del corazón de Jesús: siente lástima porque la gente no tiene qué comer tras tres días junto a Él y es consciente de que necesitan reparar fuerzas para afrontar el camino.
Los discípulos, por su parte, apenas saben qué se puede hacer ante semejante multitud y los escasos recursos de que disponen. Pero Jesús está en otra línea, en otra órbita: les pregunta sobre cuántos panes tienen, pero no lo hace pensando en que podrían tener suficiente para comer, sino que la pregunta es mucho más profunda: ¿qué tenéis para darme?
La gente le da a Jesús lo que tiene sin reservarse nada, dan todo lo que tienen, que es, exactamente, lo que quería Jesús (y quiere de nosotros cada día). Porque es la entrega de la propia vida, del ser, del tener, del poseer, lo que más anhela el Señor de nosotros, pues sabe que, con su bendición, hará milagros. Este es una de las grandes lecciones que el Evangelio de hoy nos regala: si le entregamos a Jesús lo que tenemos, Él hará milagros en nosotros y produciremos frutos inimaginables.
Y no podemos olvidar la alusión al tercer día, pues es que es precisamente al tercer día cuando resucitó: Jesús nos está insinuando que en su Resurrección está el verdadero alimento que nos sobrepasa. Y, ¿dónde celebramos este misterio por antonomasia? En la fracción del pan, en la comunión, al comulgar. Jesús es el pan que sacia, el pan que sólo Dios es capaz de dar.
Hoy, vamos a pedir al Espíritu Santo que nos dé esa luz para vivir la Santa Misa de una manera fructuosa, es decir, poniendo nuestros cinco sentidos y la ofrenda de nuestra vida durante la celebración eucarística.