«Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo Soy». Jesús se otorga a sí mismo el nombre que Dios había revelado a Moisés en la zarza ardiendo: «Yo soy el que soy». Eso dirás a mi pueblo: Yo soy me envía a vosotros». De ese modo se dirige a los fariseos y escribas: «Si no creéis que Yo soy moriréis por vuestros pecados». Si no creéis que yo soy el Hijo de Dios no tendréis vida en vosotros. Esto les resultaba escandaloso y blasfemo, pero seguramente fue poco comparado con lo que sucedió después en la Pasión. Jesús añade: «cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que Yo soy». Quizás pensaron que a Jesús lo ensalzarían por encima de Herodes o por encima incluso del poder del imperio romano al que expulsaría de Jerusalén. Quizás entendieron por «levantar» lo mismo que nosotros muchas veces: ese anhelo que tenemos de ser alabados, reconocidos, admirados…ese deseo en fin de gloria meramente mundana. Entonces quizás habrían aceptado reconocer al Mesías en Jesús (o no…), o quizás solo se habrían proyectado a sí mismos en esa imagen del éxito, y entonces Dios habría quedado reducido a lo que ellos mismos esperaban de Dios, a sus pobres idolillos.
Pero Dios es siempre más, siempre rompe los reducidos esquemas humanos. Ese «ser levantado» era, ni más ni menos, ser crucificado, insultado, rechazado, machacado. ¡Qué misterio! Era necesario que el hombre llegase al fondo de su maldad para que pudiera recibir de Dios como respuesta el fondo de su misericordia. Ambos «tocaron fondo», pero de distinta manera como era también distinto lo que había en esos fondos. Muchos comprendieron que, para amar así en esas circunstancias, era necesario ser el creador del amor, su inventor. Porque es en el fondo de la humillación, del desprecio, de la Cruz en definitiva, donde hallamos lo que siempre hemos estado buscando: el amor de Dios. «El que se humilla será ensalzado y que se ensalce será humillado. Que María nos ponga al pie de la cruz y nos enseñe a contemplar a Cristo crucificado. Amén.