En la primera lectura se nos recuerda la pascua judía. Dios intervino en la historia a favor de su pueblo Israel liberándolo de la esclavitud de Egipto. Aquella liberación, considerada en la perspectiva de la historia universal, fue muy importante. Un pueblo era llamado, en todos sus miembros a la libertad, y Dios le prometía un país. Israel hubo de responder a aquella libertad ejerciendo la suya durante cuarenta años de dura travesía por el desierto. La libertad de Israel además le suponía una nueva relación con Dios, ya que pasaba a ser su pueblo. Y esta quedaba establecida en la Antigua Alianza: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”.

Jesús, en el contexto de las celebraciones de la Pascua judía, establece una nueva Alianza. A ella se refiere san Pablo en la segunda lectura recordando las palabras de la institución. Y san Pablo también señala que en cada celebración proclamamos “la muerte del Señor, hasta que vuelva”.

Íntimamente unida al sacrificio de la Cruz, en la Eucaristía también se obra nuestra liberación. Jesús muestra las nuevas dimensiones a las que estamos llamados levantándose de la mesa y lavando, en actitud propia de un siervo, los pies a sus apóstoles. Al finalizar ese gesto el Señor lo explica y añade: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Se ha definido a la Eucaristía como “un encuentro de dos libertades”. La de Dios que se entrega totalmente al hombre, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, y la del hombre que ha de recibir esa misericordia (Pedro ha de dejar que le laven los pies).

No es un encuentro entre iguales. Nosotros lo recordamos arrodillándonos ante el Santísimo Sacramento, que es un acto de adoración y de agradecimiento por la cercanía del Señor. Sin embargo, Jesucristo se abaja para elevar al hombre. Salva al hombre de la manera más inesperada, elevándolo mediante la sanación de su interior. Hemos de ser lavados de nuestros pecados, y para ello Jesucristo derrama su sangre en la Cruz. Pero su amor no finaliza ahí sino que llega al punto de unirse íntimamente a cada uno de nosotros (comunión).

El amor manifestado por Jesús en la Última Cena, y vivido cada día en la Iglesia mediante la celebración de la Eucaristía (memorial), se convierte en fuente de amor en el corazón de cada uno de nosotros. Por eso también este día la Iglesia nos recuerda el mandamiento del amor fraterno. Hay una profunda unidad entre la Eucaristía y el amor a los necesitados. Decía la madre Teresa de Calcuta a sus religiosas: «Jesús en la Eucaristía y Jesús en los pobres, bajo las especies del pan y bajo las especies del pobre, eso es lo que hace de nosotras contemplativas en el corazón del mundo».

Al descubrir que la Eucaristía nos capacita para amar desde la negación de nosotros mismos y ver que eso nos hace felices, entendemos mejor ese misterio tan grande por el que el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre del Señor. De ese milagro se llega a otro, que es la cristificación de quienes nos alimentamos con él.