01/6/2018 – Viernes de la 8ª semana de Tiempo Ordinario.

Jesús nos deja clarísimo un “ni se os ocurra” a los cristianos, entre otros: Ni se os ocurra convertir en un mercado la casa de mi Padre, la casa de Dios. Pero, podemos preguntarnos: ¿Es que, más allá del episodio que hemos leído en el Evangelio en particular, o más allá de la costumbre que tanto le molestó a Jesús en aquel contexto concreto de esos negocios y en aquel templo concreto de Jerusalén, acaso los discípulos de Cristo hemos cometido alguna vez ese pecado al que se refiere Jesús?

Lo digo porque, como de esto normalmente no hablamos, parecería que la lectura de este Evangelio sólo daría para consideraciones piadosas o para recordarnos, lo cual no dejar de ser también muy importante, que la humanidad de Jesús comporta también cierto carácter (bastante carácter al tenor del relato), que nos sirve para alejarnos de la imagen del Jesús-estampita acaramelado y encumbrado en un halo de cualquier cosa menos de humanidad real.

Por eso, aunque sea por una vez, seamos claros, seamos sinceros, y por tanto seamos realistas. A la postre también en esto se pone en juego el viejo refrán de que quien no conoce su historia, estaría condenado a repetirla: A lo largo de la historia de la Iglesia se ha convertido en un mercado la casa de Dios cuando se ha caído en el pecado de la simonía. A saber, cuando los clérigos han hecho uso de las fuentes de la salvación, para adquirir prebendas a su costa, como cuando se vendían las indulgencias en el siglo XVI, campo de cultivo de la reforma protestante.

Hoy en día esto, gracias a Dios, no se da. Pero hay otras formas encubiertas de simonía, y no sólo por parte de los clérigos, sino también de los laicos: siempre que en función de un bien sagrado, se utilizan medios moralmente ilícitos, se está profanando el templo de Dios.

Esto ocurre cuando instituciones directamente o indirectamente vinculadas a la Iglesia actúan como empresas, y lejos de seguir los criterios de su Doctrina Social, actúan con la única lógica del mercado, incurriendo en graves pecados contra la justicia y contra la solidaridad. ¡Habría tantos ejemplos! No se si la reforma del Papa Francisco en este sentido llegará al menos a atravesar el mediterráneo. Sería genial.

Ocurre también cuando en un hogar cristiano, y por tanto, una “Iglesia doméstica”, se tiene a emigrantes como servicio doméstico sin contratos ni seguros, y encima se justifica como una obra de caridad. Es curioso, siempre que digo esto en una homilía en una parroquia sociológicamente pudiente, hay alguien que se levanta, me mira con no muy buenas pulgas, y se va. ¡Qué le vamos a hacer!