Santos: María Micaela del Santísimo Sacramento, virgen y fundadora; Vito (Guy), Modesto, Crescencia, Esiquio, Dulas, Benilde, Livia (Olivia), Leónida, Eutropia, Felipe, Zenón, Narseo, mártires; Germana de Pibrac, virgen; Landelino, abad; beata Yolanda (Elena); Alberico, Abraham, confesor; Bernardo de Menthon, presbítero patrono de los montañeros y alpinistas.
María Micaela Desmasières López de Dicastillo y Olmedo, vizcondesa de Jorbalán. Este era su nombre y título con sonido de nobleza. Nació en Madrid, en 1809, cuando se ha abierto para el mundo el Siglo de las Luces, de la revolución industrial y de la fuga de los creyentes.
Fue educada como convenía en la época a una persona de su clase; hay que hacer mención especial de la formación religiosa que el sacerdote Carasa dejó con huellas imborrables en su alma zarandeada y golpeada por acontecimientos familiares dolorosos en su juventud, como fueron la muerte prematura de su padre, la de su hermano Luis al caer del caballo y también la de su hermana Engracia, con el añadido de su propio noviazgo frustrado y roto. Fueron momentos excepcionalmente duros, con los que quizá Dios fue templando a María Micaela en el sufrimiento, preparándola para los acontecimientos futuros.
A la muerte de su madre, se traslada a vivir con su hermano a París y Bruselas. Allí se ve envuelta en el torbellino de compromisos sociales que postula su condición y prosapia. Hay que pasear a caballo, tratar con el Cuerpo Diplomático, tomar parte en teatros, bailes y tertulias… Ello la obliga a ajustar el día para que la piedad que pide su enamoramiento de Cristo no sufra merma ni menoscabo; y tampoco está dispuesta a restar tiempo a las obras de caridad que habitualmente practica.
El apostolado no es una cuestión añadida a su ocupación, sino una necesidad que brota espontánea de su religiosidad. Igual se la ve gestionando el delicado asunto de conseguir que unas monjas de Burdeos –inficionadas de jansenismo y enfrentadas con el obispo hasta el punto de verse sin misa en su casa– vuelvan arrepentidas a la comunión, que prodigando atenciones a los necesitados.
Su vuelta a Madrid y con el trato de María Ignacia Rico de Grande, a la que calificará como «dama santa», la hace entrar en un mundo desconocido para ella y ni siquiera sospechado: el contacto con las mujeres de bajos fondos enfermas, abandonadas y degradadas a las que hay que curar de enfermedades nauseabundas. ¡Hay que hacer algo! Es preciso acogerlas, prevenir que esto suceda y remediar cuando ha sucedido.
Es el momento de poner en marcha una casa para acoger a estas pobres féminas utilizadas por la pasión mala y el egoísmo infame que luego las tira y desprecia. Pero ahora su familia le niega el trato y las antiguas amistades le vuelven la cara; quienes le deben favores de otro tiempo le niegan ahora no solo la ayuda material que necesita para los demás, sino hasta el ánimo, el consuelo y el saludo. Todos están horrorizados con el cariz que ha tomado su vida, augurando que aquella dedicación a las mesalinas no tiene ni pies ni cabeza y que se autodestruirá pronto con estrépito.
Los grandes, que ven desaparecer sus motivos de entretenimiento, la maldicen. Hay calumnias ante la mesa del Arzobispo de Toledo, quien también por su parte la humilla en público. Se multiplican amenazas físicas, llegando hasta el extremo de sufrir incendios provocados y envenenamientos con pócimas; se vuelca en pasquines y periódicos toda la baba de los malos y la de los que parecían buenos. Ella entendía ‘la persecución de los malos’ por comprender que algunos perdían ganancias, a otros se les iba de la mano el objeto de sus pasiones, y otros –importantes– se dolían por la afrenta de hacerse público que estaban despreciando lo que antes ellos mismos mancillaron. Pero lo que le causó indescriptible dolor fue ‘la persecución de los buenos’ que llegó hasta el punto de afirmar en una de sus cartas que hubo momentos en los que se sabía despreciada por todo el clero madrileño.
Sola, triste y despreciada encuentra su refugio, consuelo, apoyo y ánimo en el Santísimo Sacramento. Nunca pensó fundar nada, pero de la mano la lleva Dios a poner en marcha un Instituto con sus colaboradoras más próximas, con aquellas que se le habían ido uniendo poco a poco en la atención, acogida e intentos de redención de aquellas desgraciadas mujeres, que con más frecuencia de la deseada las humillaban empleando insultos procaces y soeces mientras las cuidaban. Nacen las Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad para que al amor de Jesucristo en la Eucaristía le siga la caridad práctica con las personas peor maltratadas por la sociedad, poniendo los medios –que en este caso fueron escuelas y colegios– para que se pueda prevenir con buenos principios el mal. De Madrid se pasa primero a Zaragoza, Valencia, Barcelona, Burgos y, luego, a muchas ciudades más.
Marcha a Valencia porque se ha desarrollado allí una epidemia de cólera y quiere estar presente entre las suyas. Fue el año 1865. Se la vio activa con una caridad incansable, atendiendo a los enfermos y contagiándose ella misma de la enfermedad que le ocasionó la muerte el 24 de agosto. Fue canonizada en 1934.