No hagas de tu verano una elección de playa o montaña, porque las vacaciones no son asunto de un lugar sino de ti. Es cuestión de una posición en la vida, no de una estricta topografía.

La poetisa Emily Dickinson jamás salió de su casa, no le hizo falta. Nació en Amherst, Massachusetts. Vivió y murió en Amherst, Massachusetts. Su quehacer diario lo realizaba en profundo aislamiento y sólo vestía de blanco, como si fuera un lirio de agua. Pero ella, inmóvil danzarina de sí, miraba la realidad, absorbía su belleza y la volcaba en versos. No fueron los viajes que nunca realizó lo que sobredimensionó su personalidad, sino la agudeza de su mirada. “Nunca he visto el Cielo, 
y sin embargo, conozco el lugar 
como si tuviese un mapa de él”, escribía.

Un día recibió la carta de una amiga acompañada del dibujo de una flor, algo muy hermoso que debió sobrecogerla hondamente. Así fue como la artista le respondió: “Querida Amiga: Que sin sospecharlo me haya mandado la flor preferida de mi vida, me parece casi sobrenatural, y no podría confiarle a nadie el dulce júbilo que sentí al encontrármela. Todavía tengo por muy preciado el tirón con que la saqué de la tierra cuando yo era todavía una criatura maravillada, un botín preternatural, y la madurez sólo realza el misterio, nunca lo mengua. Duplicar la visión es casi más prodigioso, porque la singular capacidad de Dios es demasiado sorprendente para sorprender”.

Emily recoge una experiencia que nos es común, el mar, la arena, la montaña, la libélula de agua, la resina que se destila en el enebro, la nube que desaparece, todo “es demasiado sorprendente como para sorprender”. Nos hemos habituado al milagro de la creciente acción de Dios en la Naturaleza. Quizá el arte, esa duplicación de la realidad, nos obliga al prodigio de volver a mirar, o mirar con ese hábito de ir más adentro. Como aquel grito de Julien Gracq, “¡tantas manos para transformar este mundo y tan pocas miradas para contemplarlo!”.

El verano anda más en relación directa con la contemplación que con el desplazamiento. Y si te sientes capaz, duplica la visión, escribe tus reflexiones, haz esa foto que aguarda a que la fijes, dibuja como un niño. De repente te notarás criatura de Dios, insospechadamente libre, darás con un fragmento del mapa del Cielo del que Emily Dickinson escribía.