1. Dice el Concilio Vaticano II que a María de Nazaret, madre de Jesús, y por tanto madre de Dios, madre de la Iglesia, madre de la humanidad, y madre de cada uno de nosotros, se la venera, se la implora, se la imita y se la ama:
  2. Se la venera, porque el Padre del cielo la doto de dones excepcionales para la misión tan importante a la que fue llamada en la Historia de la Salvación: “me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi”, canta en el Magnificat.
  3. En esta fiesta se la venera especialmente como “asunta” a los cielos en cuerpo y alma, uno de esos dones excepcionales que recibió del creador, junto a su inmaculada concepción y a ser la madre de Dios.
  4. Se la implora porque no hay intercesora más influyente en su Hijo, dador de todas las gracias, que quien lo llevo en su seno y lo dio al mundo. Ya en las bodas de Caná le convence para que intervenga en favor de aquellos novios. Sólo él, como nos dice San Pablo en su primera carta a los Corintios, nos salva, porque el Eterno Padre “ha puesto todo bajo sus pies”.
  5. Se la imita, porque ella es el prototipo de la fe, el modelo supremo del creyente, el tipo de la Iglesia, o como decía Chiara Lubich, fundadora de la Obra de María, en proceso de beatificación, la “revestida de la Palabra”, de la Palabra de Dios: “estos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”.
  6. Se la ama, se la ama con locura:
  • Tal vez porque el pueblo cristiano siempre intuyó, con su infalible sensus fidei, que después del amor inmenso e infinito de Dios a los hombres, nadie, ninguna otra creatura humana, ama tanto como ella.
  • Tal vez porque, por naturaleza, amamos más a quien más nos ama, y después del amor de una madre a sus hijos, no hay nada como el amor de los hijos a la madre.
  • Tal vez porque en su rostro vemos el rostro más auténtico de la Iglesia, cuerpo de Cristo, Iglesia maternal que a todos abraza, Iglesia misionera que da a Jesús al mundo antes de anunciarlo.
  • Tal vez porque la forma más sencilla, más pura, más humana, de venerar, implorar y querer imitar a María sea queriéndola como la madre del cielo que, imitando ella a su vez al Dios de la misericordia, más nos quiere, nos protege, nos defiende, y nos espera.

7.- Y se sabe que ella siempre espera: Os cuento una historia: el Padre Cesáreo Gabaraín, aquel buen sacerdote compositor de tantas canciones religiosas como la de “Pescador de hombres” que tanto gustaba a San Juan Pablo II, compuso una hermosa canción a la Virgen… “Cuántas veces siendo niño te recé, con mis besos te decía que te amaba. Poco a poco con el tiempo olvidándome de ti, por caminos que se alejan me perdí…”, que terminaba diciendo: “Al regreso me encendías una luz, sonriendo desde lejos me esperabas. En la mesa la comida aún caliente y el mantel, y tu abrazo en mi alegría de volver. Aunque el hijo se alejara del hogar, una madre siempre espera su regreso…”.

  • Una vez al Padre Gabaraín, en un encuentro con jóvenes, uno le preguntó como se le ocurrió la letra de esta canción, y él les conto una experiencia:
  • Cuando de joven cura visitó a una familia de su parroquia que lo invitó a comer, la madre, exquisita, le pidió que bendijese la mesa. Él preguntó si no faltaba alguien, ya que donde estaban senados sus hijos había un asiento, un plato, y unos cubiertos preparados. La madre le dijo que si, que faltaba uno de los hijos, pero que aun así bendijese la mesa.
  • Al la mitad de la comida, el Padre Gabaraín vovió a preguntar por el hijo ausente, y se hizo un gran silencio. Entonces la madre le explicó que aquel hijo hace años se fue de su hogar, para vivir su vida, y pidió que no buscasen nunca. Y que ella, convencida de que algún día vendría, todos los días le preparaba su puesto en la mesa…
  • Al cabo de los años, tras varios destinos después de esa parroquia, Gabaraín preguntó por aquella familia, y le contaron que un día el hijo prodigo volvió, justo a la hora de comer, sentó a la mesa, y sus padres y sus hermanos reaccionaron como si se hubiese ido el día anterior…
  • Si una madre, cualquier madre, nos se cansa de esperar, bien sabemos que la Madre del cielo, aquella a quien veneramos e imploramos, queremos imitar y amar, nunca se cansa de esperar, siempre tiene sus abrazos abiertos esperando que sus hijos volvamos al regazo del amor infinito, el amor de Dios que nos ama inmensamente, y que María, Santa María de las Nieves, sólo trata de imitar.