Lunes 19-11-2018, XXXIII del Tiempo Ordinario (Lc 18, 35-43)

«Había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna». Aquel ciego, Bartimeo se llamaba, era ciertamente un pobre miserable. Miserable no porque hubiera hecho nada malo, sino porque estaba en la más absoluta miseria. Era ciego, y por su ceguera estaba excluido de la sociedad y de la comunión de los hombres. Uno que no ve no puede reconocer a las personas, relacionarse con ellas, participar en el día a día de la comunicación humana, gran parte de la cual se basa en gestos, miradas, rostros… Por eso estaba sentado, solo y desamparado, al borde del camino. Además, era incapaz de valerse por sí mismo, de trabajar y ganarse el pan para vivir. Y, así, no encontraba otra ocupación que pedir limosna alargando la mano y esperando que alguien tuviera compasión de él. En fin, Bartimeo era un miserable. Tú y yo probablemente no estemos ciegos de la vista (¿o quizá sí?), pero tenemos tantas o más miserias que aquel hombre. Miserias que nos hacen muchas veces alejarnos de los demás y encerrarnos en nosotros, que nos impiden valernos por nosotros mismos, y nos obligan a mendigar cariño o atención a nuestro alrededor.

«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». No sabemos cuánto tiempo llevaría Bartimeo pidiendo en el camino que conducía a Jericó. Seguro que mucho. A pesar de llevar años y años en la miseria, no por eso desesperó de Dios. En el fondo de su corazón, el ciego sabía que Dios, su Padre, no se había olvidado de él. Por eso, cuando el murmullo de la muchedumbre le indicó que por ahí iba a pasar Jesús Nazareno, elevó con la voz una de las oraciones más bellas y sencillas del Nuevo Testamento: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». No teniendo a quién acudir en la tierra para verse curado de su enfermedad, acudió con fe al único que podía salvarle de su miseria. Acudió a Jesús, gritó al Salvador. Y lo hizo con confianza, a pesar de no ver con sus ojos a ese tal Jesús. Y pidió con perseverancia, haciendo oídos sordos a los que le regañaban para que se callara. Ante tal muestra de fe y humildad, ¿podía el corazón de Cristo permanecer indiferente?

«Señor, que vea otra vez». Bartimeo bien sabía lo que necesitaba, y no se conformaba con menos. A Jesús no le pide ya una pequeña limosna, una ayuda para ir a algún sitio o un poco de comida. A Jesús le pide todo. Le pide que le cure de su enfermedad, que le saque de su miseria. Y Jesús nunca defrauda: le devolvió no sólo la vista, sino también la alegría y las ganas de vivir para que desde ese momento le siguiera por el camino glorificando a Dios. Siempre me ha impresionado pensar que lo primero que contempló Bartimeo al recobrar la visión fue el rostro de su Redentor. Años de oscuridad y ceguera quedaron disipados al instante cuando la luz de Jesús penetró en su interior, llenándolo todo de claridad. Años de miseria que desaparecieron en cuanto aquel ciego descubrió la mirada de Jesús.