Sábado 24-11-2018, XXXIII del Tiempo Ordinario (Lc 20, 27-40)

«Se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección». Metámonos en esta escena del Evangelio que san Lucas nos relata, y observamos la actitud de aquellos saduceos que se acercaron a Jesús. Sorprende el modo en que utilizan –o, más bien, banalizan- una cuestión central de nuestra vida y de nuestra fe para intentar acusar al Señor. Para ellos, la resurrección y la vida eterna no era algo que les importara en absoluto. Más bien les daba del todo igual, ellos sólo miraban el poder, la influencia social y el dinero. Y en función de eso utilizaban todos los argumentos que tenían a su alcanza. Es más, la fe en el “más allá” les sobraba, pues tenían todo lo que necesitaban en el “más acá”. Pero la pregunta por la vida después de la muerte, el deseo de inmortalidad que llevamos dentro, no se pude reducir a una casuística interminable o a unas argumentaciones sofísticas con las que ellos intentaban tapar la realidad. Así también, hoy como entonces, muchas veces se pretende acallar esta inquietud inscrita en el corazón del ser humano. Y despreciamos la pregunta por la vida tras la muerte como si fuera absurda, o una imaginación colectiva, o una mentira barata de los curas para engañar. Pero esto sí que es un auto-engaño. Porque es verdad que, si pensamos que lo tenemos todo, nos sobra Dios.

«Ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección». Jesús sí que no se deja engañar por complicados razonamientos. Él sabe de verdad lo que hay en el corazón de cada uno, cuando alguien pregunta con sencillez para aprender y cuando otro interroga tendiendo una trampa. Y nosotros, en nuestra oración, queremos preguntar con sinceridad al Maestro sobre nuestro destino eterno. No tengas miedo a dirigirte a Él: ¿Qué me espera después de la muerte? ¿Qué has preparado para mí? ¿Es la muerte el final del camino? ¿Cómo será el cielo? Son preguntas muy personales para hacerle a Jesús. No tengamos miedo a imaginarnos el cielo, nuestro cielo. Porque el Señor ya ha respondido a todas nuestras inquietudes. Nos ha dicho claramente que no moriremos, que viviremos como hijos de Dios para siempre. Porque en la casa de su Padre hay muchas moradas, y Él se ha ido para prepararnos un sitio a cada uno. Él ha resucitado, ha vencido a la muerte, y nos resucitará con Él.

«No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos». El cristianismo no es una religión de muerte sino de vida, es más, de la Vida de verdad. Porque nosotros creemos en alguien que no está muerto, sino que está vivo, y vive para siempre como Señor de la vida. Esta es nuestra fe, esta es nuestra esperanza. Creemos en Jesucristo, que ha dicho: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». A un cristiano la muerte no le asusta ni le incomoda. Al contrario, sabe con certeza que a través de la muerte partimos para estar con Dios, «para el cual todos están vivos». Si morimos unidos a Dios, viviremos con Él para siempre. Esta es la respuesta definitiva de Jesús: para Dios, todos los hombres, incluso los que han muerto, están vivos. Respuesta definitiva al enigma de la muerte.