Hoy entramos en la Capilla Sixtina de los pasajes del Evangelio, y deberíamos hacerlo agachados, como cuando entramos en la basílica de Belén por esa puerta estrecha tan famosa. Ha llegado la hora de saber de una vez dónde está Dios. ¡Gloria a Dios en la altura de los pequeños!, porque se le encuentra en ese lugar donde conviven impotencias, desalientos, enfermedades… ahí, donde nadie se atreve a mirar. Los que la sociedad hizo pequeños porque los expulsó, o el cáncer les puso el miedo en los ojos. Los “creyentes recientes”, tan hijos de nuestro tiempo que creen que verán a Dios con la puesta en escena de un ninot en llamas, buscan a un Dios al que sacar brillo y señalarlo como evidente, irrefutable, como el que extrae de la cartera un cheque al portador por valor de un millón de euros. Un Dios rotundo, de oro macizo. Pero Dios está enfermo, preso y desnudo, y eso genera disgusto, preferimos verlo en un cuadro de Rafael, o donde nosotros queremos situarlo. Porque somos así de mancos de espíritu, queremos poner a Dios donde a nosotros nos conviene, un lugar que nos manche poquito, lo suficiente para lavarnos inmediatamente las manos y volver a casa satisfechos.
Pero el ayuno que Dios quiere es la vigilancia y la atención. He leído recientemente uno de esas reflexiones maravillosas de Simone Weil sobre la imperiosa necesidad de fomentar la atención sobre la voluntad. Si no ponemos la atención en la vida real, sólo seremos capaces de construir con nuestra voluntad obras de caridad que sólo nos satisfarán a nosotros. Y el que está desnudo, preso, deprimido, desconsolado, enfermo, necesita antes que nada una atención serena.
Este fin de semana he estado en un pueblo de la comarca del Bierzo (León), invitado a pronunciar un pregón en calidad de “mantenedor del botillo”, el rey de la cocina berciana. Recordé a los asistentes, gentes de muchos años habiendo picado carbón en las minas, con prejubilaciones a los 40 años, que nuestro Dios es un Dios que se ha sentado a la mesa y, remangado hasta los codos, estuvo trabajando treinta años en una carpintería (bueno, quizá no empezara a trabajar de bebé, aunque ya desde entonces sí distinguiera los diferentes olores de la madera en el taller de José). Un Dios que sabe de lo nuestro, y conoce el hambre de quien no tiene, y también la desolación de quien no encuentra trabajo, y nos dice a los suyos: “ve detrás de quien me busca y quítale dolores, reparte tu tiempo con quienes no necesitan tus excusas”.
No hay más remedio que volver a leer el Evangelio, porque el Señor nos ha dejado un spoiler del primer dialogo que mantendremos con Él nada mas morir.
Me parece una mágnifica y muy oportuna reflexión.Gracias por enviármela.