El pueblo judío se ha sabido “elegido” por Dios a lo largo de su historia, en medio de los otros muchos pueblos que conforman la humanidad. Dicha elección se manifiesta en tres elementos esenciales: la raza —promesa hecha a Abrahán—; la tierra y la ley, que se les da por Moisés. En la primera lectura hoy se citan éstas dos últimas.

El orgullo de ser los elegidos ha sido a la vez su grandeza y la causa de sus desgracias. Su grandeza, porque Dios se ha manifestado durante siglos cercano a su pueblo, dirigiendo al pueblo con patriarcas y reyes, enviando profetas y haciendo prodigios. Su desgracia, porque el mismo orgullo les ha llevado a empecinarse de tal modo en defender la raza, la tierra y la ley de tal modo, que han perdido de vista lo más importante: al Dios que los guiaba.

El Evangelio de hoy me parece tristísimo a este respecto. Jesús no viene a reformar lo anterior, el Antiguo Testamento, sino a poner lo que falta, que es mucho. Viene a dar plenitud, no a reinterpretar o meterse en las agotadoras polémicas de aquel momento. Lo ya revelado en la ley y los profetas es definitivo. Jesús lo deja meridianamente claro en el evangelio. Pero ahora Dios mismo viene a elevar lo ya dicho, lo ya prometido.

Jesús es judío, hijo de José, descendiente de David y, por lo tanto, Rey legítimo de Israel; es el Profeta por antonomasia, el Verbo encarnado que habla a los hombres de los misterios divinos; es el nuevo Templo, que contiene las tablas de la Ley eterna de la caridad, que es el Espíritu Santo.

En la plenitud de los tiempos, Dios se encarnó —como celebrábamos ayer—, y vino a establecer su morada con nosotros. Y este peculiar peregrino divino y humano que desea inaugurar el nuevo pueblo de Dios, abriendo sus puertas no sólo a los judíos, sino a todos los elegidos de Dios; este peregrino que quiere guiar a la tierra nueva y al cielo nuevo; este peregrino que aparece como Maestro del corazón y modelo de caridad, la nueva ley; a este Dios peregrino, se le cierran las puertas.

¡Que Jerusalén glorifique al Señor; que reconozca su venida; que encuentre a su Salvador en medio de ella! Si no, la desgracia del pueblo judío se perpetuará hasta el final de los tiempos.