La primera lectura de hoy tiene dos partes. La primera va entrecomillada y son unas palabras que pronuncia el pueblo: su deseo de volver a Dios, quien les ha desgarrado, pero les curará; les  ha golpeado, pero les vendará. La segunda parte es la respuesta del Señor. La biblia de la CEE titula este pasaje: “Conversión superficial”.

Seguramente nos suena la expresión, nos martillea la conciencia por lo mucho que nos empeñamos en cambiar cosas que luego nunca cambian. Como ir al gimnasio, hacer dieta para adelgazar, ordenar el trastero… Cuando tomamos la decisión lo hacemos con firmeza. Pero luego, en la batalla de cada día, vamos perdiendo fuelle. Nos vamos relajando. Seguramente nuestra lista de “tareas pendientes” no es precisamente corta.

También en la vida espiritual: distraernos menos en la oración, hacer mejor obras de caridad, confesarme con más frecuencia, cuidar mi acompañamiento espiritual, hablar a la gente del Señor, leer todos los días la Biblia, no enfadarme cuando no funciona bien la impresora, etc.

Pero en realidad, lo peor no es que siempre estemos en construcción, con tareas pendientes. Lo peor es caer en el desánimo: “es imposible, yo no puedo”. Entonces sí tenemos un verdadero jaleo en el alma. Se ha colado el gran enemigo de la gracia: la autosuficiencia. Te has medido con tus fuerzas, te miras en el espejo del orgullo y repasas el listado de tus méritos, de tus logros, o bien de tus derrotas y fracasos.

¿Cómo descubrir ese mal orgullo? Un ejemplo muy concreto: porque te encantaría no tener que confesarte de aquello que confiesas, especialmente algún pecado.

¿Crees que el hecho de tener siempre tareas pendientes o caídas no lo conoce Dios? ¡Claro que sí! Los padres conocen mejor que nadie a los hijos, sus virtudes y defectos. Con el Señor pasa lo mismo, pero en un grado infinito.

Se trata de luchar siempre, de no desfallecer en la ardua tarea de la santidad, la vida con Cristo, sabiendo que la gracia puede más que nuestra voluntad y contando siempre con Él para todo. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos ofrecemos nuestra vida a Dios: las victorias y las derrotas; los bienes y los males; la gracia y el pecado. Y así, un día, y otro, y otro.

No nos justificamos nunca ante Dios por lo mucho que luchemos o las obras maravillosas que hagamos, por muy buenas y santas que hayan sido. Nos justificamos cuando las hemos hecho por Él y para Él. No nos ponemos erguidos delante de Dios para decir: “Qué bien ha salido esto, y esto, y esto”, sino que con humildad, le damos gracias por habernos guiado para hacer tanto bien.

Igualmente, con humildad, reconozcamos nuestras derrotas y pecados. Así el Señor nos mirará con misericordia y podremos comunicarla igualmente a los demás: “Quiero misericordia, y no sacrificios”.