Menudo susto se llevaron Pablo y Bernabé al darse cuenta de que los habitantes de Listra estaban dispuestos a ofrecerles un sacrificio, como si fueran dos «dioses en figura de hombres» bajados del cielo: Zeus y Hermes, ni más ni menos. «Hombres, ¿qué hacéis? Nosotros somos mortales igual que vosotros», dijeron para aclarar la situación.

Algo parecido había sucedido con Pedro y Juan cuando curaron a aquel tullido que pedía limosna en la entrada del templo de Jerusalén. También ellos tuvieron que aclarar que no había actuado su palabra ni su poder sino que aquel prodigio había sucedido porque habían actuado en el Nombre, la persona, de Jesús Nazareno.

Lo que se pone de relieve en ambos episodios es el poder, la gloria, el señorío de Jesús, el Cristo, que se manifiesta en sus apóstoles por la acción del Espíritu Santo. En todos sus  apóstoles: los primeros, los de la primera hora, y los últimos, los de esta hora. Así que, ya es significativo el hecho de que no sea frecuente que hoy la gente se pregunte qué poder se está manifestando en la vida de la Iglesia cuando, ciertamente, el Espíritu sigue sosteniendo y actuando en los cristianos que se dejan llevar por Él.

En el evangelio, Jesús anuncia que el Padre enviará en el nombre de su Hijo a un tercero, el Espíritu Santo, el Defensor, que será el que enseñe y recuerde a los discípulos todo los que él mismo les ha dicho y enseñado. A ellos que son sus amigos, porque todo lo que el Padre le ha revelado al Hijo, él se lo ha dado a conocer, les enviará este Espíritu, Amor del Padre y del Hijo, por el cuál ambos vendrán y harán morada en ellos.

Así de grande es la promesa. A nosotros, hombres mortales como los demás se nos anuncia la efusión del Espíritu Santo que realizará en nosotros las mismas maravillas que realizó en los comienzos de la predicación del Evangelio. Sólo tenemos que amar a Cristo y aceptar y guardar sus mandamientos. Él nos promete amarnos y revelarse a nosotros; no sólo visitarnos puntualmente, por un instante y para algo en concreto, sino permanecer en nuestro amor y que nosotros permanezcamos en su amor; convertirnos, aunque pueda sonar demasiado fuerte, en morada suya, morada de su amor.

Rezo y te invito a que hagas tú lo mismo para que ese prodigio se realice y actualice hoy en nuestra Iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo; para que todos los hombres puedan conocer y acoger este amor salvador; para que cada uno de nosotros experimente la alegría de ser simultáneamente hombre mortal y morada de Dios.