Nuestra vida es respuesta a una llamada precedente. Somos llamados a la vida como un regalo inmerecido que recibimos sin haberlo pretendido. Somos llamados al amor cuando un “tú” nos revela la belleza y la grandeza de nuestro “yo”; y en el amor experimentando uno despierta a la conciencia de sí mismo. Pero si queremos saber la respuesta completa a la pregunta ¿quién soy yo? Entonces solo en el encuentro con aquel que nos conoció y amó antes de llamarnos a la existencia podemos encontrarla. “Soy lo que soy a los ojos de Dios”. Él tiene la respuesta y la voy reconociendo en el camino de la vida si lo recorro de su mano. Digámoslo de una vez, nuestra historia es el lugar y el tiempo en el que se cumple la vocación para la que hemos sido creados cada uno. Dios es el alfarero que da forma – a imagen y semejanza de Dios – a nuestro barro todos los días de nuestra vida, si por la fe nosotros nos ponemos en sus manos con docilidad y deseo de ser modelados, hasta que Él que comenzó en nosotros la obra buena, Él mismo la lleve a término.

La conciencia de haber sido elegidos por Cristo para ser sus discípulos antes de que nosotros le pudiéramos elegir a Él como maestro, nos da una gran confianza y fortaleza a la hora de enfrentarnos a las pruebas de cada día. En esta vida, nuestra única tarea es responder con presteza y diligencia a las llamadas que Cristo nos hace, a nosotros que somos sus amigos. Y en la víspera de su entrega nos invita a seguirle por el mismo camino del amor y del servicio hasta la luz pasando por la cruz: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Es una invitación a la libertad de cada cual, una llamada a la excelencia en la vida, una promesa de felicidad plena, reveladas en el mandato nuevo: amaos “como yo” os he amado. Hasta dar la vida por los otros, los amigos. Porque dando la vida así, no se pierde; mientras que guardándosela uno para sí mismo, entonces sí que la perderá para siempre. Esta es la paradoja cristiana: quien pierde la vida la salva – cien veces más con persecución en este tiempo y después la vida eterna – y a quien la guarda se le quitará hasta lo que cree tener.

Alguno se preguntará si no es demasiado poco dar la vida por los amigos cuando Jesus nos ha mandado amar también a los enemigos. Ciertamente, es una buena observación. La respuesta pasa por entender que Jesús nunca nos tuvo como enemigos porque siempre nos ha amado y nos amará. Siempre habrá quien sienta a Cristo como su enemigo pero nunca conseguirá que Cristo lo considere enemigo suyo; y ahí radica su victoria. Para Jesús el único enemigo, temible de verdad, es el príncipe de este mundo, el que es padre de la mentira y homicida desde el principio. Ese es su único enemigo y a quien ha derrotado venciendo sus tentaciones y asechanzas desde el desierto hasta la cruz. Ese es el culpable de nuestras divisiones, odios y recelos; es el que siembra la cizaña y la discordia entre los que somos hermanos haciéndonos creer que somos enemigos. Pero el único enemigo es él. Todos nosotros somos amigos de Cristo y “los amigos de mi amigo son también mis amigos”. Por eso, amar a los enemigos es ya hacerles nuestros amigos y el mayor amor posible: dar la vida por ellos.

Jesús nos llama “amigos”. ¡Qué más se puede pedir! A quienes hemos conocido y comprendido el amor de su corazón. Somos los amigos de su corazón, sus amigos del alma, si no rechazamos su palabra y obedecemos al mandamiento de su amor. No tengamos miedo. Entreguémosle las riendas de nuestra vida, esta es “su guerra y su victoria”, nosotros tan solo somos sus amigos que luchamos con Él y cómo Él. Cristo cuida de cada uno de nosotros. Confiémosle nuestras preocupaciones y necesidades. Él, en verdad, nos lo quiere dar todo: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé”.