“Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Ésta es la mejor lección de humildad. Reconocer nuestra debilidad y nuestra limitación es el principio de la verdad. Todos padecemos la “lepra” del pecado. No es una cuestión que haya que atribuir a algo abstracto o indeterminado. Es la realidad que “masticamos” cada día, y que sólo admite dos posibilidades: reconocerlo mediante la humildad, o rechazarlo a base de soberbia. Ponernos en la presencia de Dios y gritarle: “¡Señor, cúrame… límpiame!”, es algo más que abrazar la esperanza de un cambio. Es enfrentarnos, cara a cara, con la única verdad que nos salva.

Cuando vivimos rodeados de tantas seguridades artificiales, y de desproporcionadas demostraciones de falso poder, necesitamos mirar las cosas, desde dentro, es decir, desde el corazón del hombre. Y allí las respuestas sólo las pueda dar Dios. Angustias, sufrimientos, frustraciones… todo eso que el mundo achaca al destino o al azar, no tiene otra raíz que el pecado que nos susurra, en tantas ocasiones, que somos capaces de igualarnos a Dios, y aún superarle, pues todo dependerá sólo de nuestro esfuerzo.

Hace falta una excelencia de humildes que sean capaces de mirar al mundo, no por encima del hombro, sino con ojos de misericordia y perdón. Este signo de contradicción por el que pasaron (y pasan) tantos hijos de Dios, es la única garantía de que nada está perdido. Pedro negó a Jesús tres veces, pero por tres veces también le dijo: “Tú sabes que te amo”. Saulo persiguió a los primeros cristianos, pero una vez transformado en Pablo dijo con orgullo: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

“Muchos muestran una mueca de desaprobación y desprecio, por ejemplo, ante tantas y tantos que, desde conventos y monasterios de clausura, imploran a Dios la conversión de las almas. Esa fuerza no se ha alcanzado ni en los gimnasios, ni en los estadios olímpicos y, sin embargo, ese poderío que sobrepasa cualquier razonamiento o estudio “científico”, ayuda a transfigurar el mundo, porque nace de la humildad más sincera: “Señor, si quieres, puedes…”.

Ahora bien, tampoco es necesario salir del mundo para que tú y yo aprendamos a ser humildes. Un silencio a tiempo, una sonrisa ante el inoportuno, un no imponer nuestro juicio… y, sobre todo, una oración sincera (cara a cara con Dios), forman parte de la escuela de los humildes. Vivimos en la realidad y, desde ella, “arrancaremos” de Cristo un: “Quiero, queda limpio”.

María, Madre Inmaculada, dame la fortaleza de vivir en la verdad de la humildad, tú que eres Estrella de los que buscan el faro de la misericordia de Dios.