En el Evangelio de hoy leemos cómo Jesús entró en una habitación que tenía las puertas cerradas. Detrás de esas puertas habita el miedo. Esa era la razón por la que los discípulos se habían encerrado en aquella casa. Al miedo del hombre Jesús contrapone el don de la paz. La experiencia del miedo no es extraña al hombre. El miedo acostumbra a conllevar una cierta parálisis y un encerrarse dentro de nosotros mismos. El miedo al fracaso en el apostolado ha llevado a algunos grupos a permanecer inactivos, conservando lo poco que tenían o viviendo de recuerdos que se van desdibujando por la angustia. Jesús resucitado instaura un orden nuevo en las cosas. Su vicoria no es algo del pasado, sino que sigue mostrando su valor en cada momento de la historia; también ahora.

Lo primero es la paz, que es la obra del Espíritu Santo. La Paz que Jesús ha instaurado con su muerte y resurrección se comunica a los hombres. Y Él mismo se ofrece como garante de esta paz. Al leer este evangelio me viene a la cabeza una imagen muy simple. La de una madre que le pide a su hijo que no tema, pero que se va dejándolo solo. Para ese niño el poder de las palabras dura poco tiempo. En cambio, el miedo desaparece totalmente si la madre se queda con él. Jesús da la paz, pero comunicando el Espíritu Santo. Él ya no va a estar separado de su Iglesia. Ciertamente su presencia va a ser de otra manera, pero no menos verdadera, y los cristianos van a poder experimentarla. Sobre ello nos instruye el episodio de Tomás. No cree e a sus compañeros, pero ha de aceptarlo cuando el mismo Señor se le muestra. Allí el Señor bendecirá a los que creerán sin haber visto.

Por otra parte, el Evangelio de hoy es susceptible de una bonita enseñanza alegórica. Los Apóstoles estaban reunidos y se les apareció el Señor. Tomás, no estaba y no pudo encontrarse con Él. A pesar del testimonio de sus compañeros necesitaba ver para creer. Sin embargo, el domingo siguiente, cuando fue fiel a la reunión semanal, pudo comprobar por sí mismo la verdad de la resurrección. Le fue dado verificar lo que le había sido anunciado. De alguna manera eso sigue reproduciéndose en todas las iglesias del mundo. Al acercarnos a la Eucaristía, especialmente en la comunión, saboreamos (es decir, experimentamos interiormente y con certeza), la verdad de lo que nos ha sido predicado.

Una de las grandezas del cristianismo es que todo fiel tiene la posibilidad de encontrarse con Aquel que le es anunciado. Por eso, la auténtica predicación no mueve sólo la inteligencia, sino que invita a quien la escucha a acercarse al Señor para estar con Él. Cuando acogemos las enseñanzas del Señor, estas se hacen vida en nuestro corazón y nos llevan a unirnos más a Él y a que nuestro corazón crezca en su amor.

A pesar de sus vacilaciones Tomás es una de las columnas de la Iglesia. Sabemos, aunque se conocen pocos datos de su vida, que salió para predicar el evangelio a pueblos lejanos y que entregó su vida en el martirio. Nos damos cuenta, al considerar su persona, como todo cristiano, incluso apóstol, recibe una vocación unida a la realidad de la Iglesia y no puede separarse del testimonio común.

Siempre que celebra la fiesta de un apóstol es bueno rezar por los obispos, especialmente por el de nuestra diócesis, pues por ellos nos sigue llegando el testimonio de la fe. Junto con nuestro obispo y unidos a toda la Iglesia experimentamos esa certeza: Jesús ha resucitado y ha subido al cielo, pero no se ha alejado de nosotros. Sigue dándonos su paz y llamándonos a ser testigos de su amor a los hombres.