Lunes 8-7-2019, XIV del Tiempo Ordinario (Mt 9, 18-26)

«Se acercó un personaje que se arrodilló ante él y le sijo: “Mi hija acaba de morir”». Para un padre, la vida de un hijo vale más que la propia. Todo aquel que es padre o madre sabe perfectamente –y lo vive con pasión– que lo más importante no es uno mismo sino sus hijos. Y así se desvive por ellos: tiempo, energías, dedicación, preocupaciones… Un buen padre vive por y para sus hijos. Por eso, podemos imaginarnos el dolor inmenso de aquel padre que se acerca a Jesús. Aunque no lo dice explícitamente, todo parece suponer que era su única hija la que acababa de fallecer. La escena es tan trágica como la de la viuda de Naím que había perdido a su único hijo. Aquel padre se acerca a Jesús y se pone de rodillas. Su fe –“Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza y vivirá”– se traduce entonces en un impresionante gesto de sencillez y humildad. Le suplica al Señor de rodillas. No tiene miedo del qué dirán, o de perder su dignidad social, o de que le vean todos humillarse. La vida de su hija es más importante que todo eso. Por eso no se avergüenza de arrodillarse, de suplicar como un mendigo necesitado. Y aquel hombre arrodillado conquistó el corazón del Señor.

«Entretanto, una mujer se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto». Jesús marcha con decisión hacia la casa de aquel hombre importante. Le sigue un gentío grande, que le rodea y apretuja por todas partes. Entonces sucede el segundo milagro gracias a la increíble fe de una mujer. Una mujer enferma y débil, castigada por doce años de sufrimientos. Tras una enfermedad así, cualquiera de nosotros hubiéramos perdido la esperanza. Pero ella se acerca, oculta y temblorosa, a tocar el borde del manto del Maestro. Ella tampoco se avergüenza, ni tiene miedo de lo que pueda pensar toda aquella multitud. Ella quiere tocar a Jesús, «pensando que con sólo tocarle el manto se curaría». Aquella mujer atravesó esa muchedumbre con la cabeza agachada, sin apenas levantar los ojos, queriendo pasar inadvertida. Ni siquiera miró al Señor a la cara. Sólo alargó la mano. ¡Otro maravilloso ejemplo de actitud humilde ante Jesús! Ella no reivindicó su curación con grandes gestos o elocuentes palabras. Sólo alargó la mano, en súplica callada y confiada, y así conquistó el corazón del Salvador. ¿No ves claramente cuál es la actitud para acercarse a Cristo?

«Entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie». Hemos asistido a un doble milagro. Un padre recupera a su hija, y una mujer vence una larga enfermedad. Pero ambos manifiestan la misma fe y la misma humildad. Ninguno de los dos se avergonzó de suplicar al Señor de rodillas, con la cabeza agachada y la mano temblorosa. La única manera de estar ante Dios es la del que se humilla reconociendo su debilidad. Nos reconocemos nada ante Él, necesitados todos de su misericordia. Sólo así nos levantará como a aquella niña pequeña. Sólo Él tiene la fuerza de sacarnos de nuestras miserias y pecados. Así lo dice el apóstol Santiago en su carta: «Humillaos ante el Señor y él os ensalzará» (St 4,10). ¡Dejemos que Él nos levante!