Martes 9-7-2019, XIV del Tiempo Ordinario (Mt 9, 32-38)

«Nunca se ha visto en Israel cosa igual». Este grito de la gente, admirada ante los milagros de Jesús, resume muy bien la vida del Señor. Durante tres largos años, «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias». Las muchedumbres podían ver al Mesías con sus propios ojos, oír de sus labios su admirable sabiduría enseñada con autoridad, escuchar los misterios escondidos del Reino de los cielos que se desvelaban en parábolas, contemplar a enfermos sanos, cojos que andan, ciegos curados, muertos resucitados… Para todos los habitantes de Galilea, estaba muy claro que la salvación había llegado definitivamente con Jesús. Con él se inauguraba un tiempo nuevo. A pesar de la oposición de algunos –pocos, al principio–, aquellas muchedumbres podían ver los signos y escuchar las palabras de Jesús. Quizás hayas pensado alguna vez la suerte que tuvieron los que convivieron con el Señor. Ellos sí que vieron, sí que pudieron escucharle directamente… Esa fue la suerte reservada a unos pocos. Y nosotros, ¿nos tenemos que contentar con un vago recuerdo, con una imagen difuminada por el paso de tantos siglos?

«Al ver a las gentes, Jesús se compadecía de ellas». Jesús predicaba con obras y palabras el Evangelio, trayendo a nuestra tierra el amor de Dios. Él, que veía en lo íntimo de los corazones de los hombres, sabía muy bien la necesidad que tenían de salvación. Por eso sentía una gran compasión por la gente que le rodeaba, «porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor». Cuando los ojos de Cristo se alzaron ante esa multitud hambrienta de verdad y bien, no se detuvieron sólo en los que estaban allí delante. En esa muchedumbre inmensa Jesús contempla a todos los hombres de todos los tiempos. Hasta su llegada, todos estábamos extenuados, abandonados, como ovejas sin pastor. Con su mirada de misericorida, Jesús nos ve a nostros, a ti y a mí, que hoy vivimos en este mundo. Él contempla a toda la humanidad, tan necesitada ahora como entonces de salvación. ¿Y cuál es la respuesta de nuestro Dios? ¿Cómo podemos hoy, aquí y ahora, ver sus milagros, oír su voz?

«Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies». El Pastor nunca nos ha abandonado. El Dueño de la viña no se ha marchado. Él sigue pastoreando a su pueblo a través de los pastores que él mismo ha elegido. Sigue obrando sus prodigios en la viña a través de sus trabajadores, que han recibido su misma misión de anunciar el Evangelio. Sí, Jesús sigue vivo y actúa aquí y ahora a través de sus sacerdotes. Ellos son la presencia viva de Jesús. De sus labios escuchamos las mismas palabras de Cristo; de sus manos recibimos la gracia salvadora; en su vida vemos reflejada la vida de Cristo. Por eso, si queremos que en nuestro tiempo siga resonando la voz del Señor y que su amor siga transformando nuestro mundo, no podemos más que pedirle a Dios con las mismas palabras de Jesús: “Dios, Padre bueno, manda trabajadores a tu mies para que tu Nombre sea concido en el mundo entero”. ¡Vocaciones, Señor! ¡Que haya muchas y santas vocaciones!