Todo lo que tenemos será dado algún día. Así que parece lógico convertir ese desprendimiento inexorable y necesario en algo que hacemos por elección personal, libremente y por amor. ¿No?

El escritor Khalil Gibrain tiene unas líneas preciosas dedicadas a este tema:

“Hay quienes dan poco de lo mucho que tienen y lo dan buscando el reconocimiento, y este deseo oculto de su corazón malogra sus regalos. Y hay quienes tienen poco y lo dan todo. Estos son los que creen en la magnificencia de la vida, y su cofre nunca está vacío.

Hay quienes dan con alegría y esa alegría es su premio. Y hay quienes dan con dolor y ese dolor es su bautismo.

Y hay quienes dan y no saben del dolor de dar, ni buscan con ello la alegría, ni son conscientes cuando dan de la virtud de dar. Dan como, en lo hondo del valle, esparce el mirto su fragancia en el aire. A través de las manos de los que son como esos, Dios habla y, desde el fondo de sus ojos, Él sonríe sobre la tierra”.

Así repartía San Lorenzo, diácono y mártir, las limosnas de la Iglesia de Roma, con la certeza de que los pobres eran el tesoro de la Iglesia, pues el mismo Cristo se ha querido identificar con ellos. “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos,mis pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis”.

Este es el sentido de la caridad de la Iglesia: que “Jesucristo, que por amor de vosotros, siendo rico se hizo pobre; para que vosotros os enriquecieseis con su pobreza”. El Señor lo ha dado todo por nosotros, se ha dado a sí mismo. Y los cristianos que hemos conocido ese amor y hemos creído en él, correspondemos con la entrega de nosotros mismos.

La historia del martirio de San Lorenzo, protodiácono y por tanto administrador de la diócesis de Roma, está vinculada a la del martirio de su obispo, el Papa San Sixto II, acaecida cuatro días antes. El emperador Valeriano decretó una persecución en el año 258 contra los dirigentes cristianos y cuando el papa era llevado al sacrificio invitó a Lorenzo a distribuir a los pobres los tesoros que habían sido puestos a su cuidado. Cuando estas palabras llegaron a oídos del prefecto, mandó detener a Lorenzo y le mandó que le entregase todos los tesoros de la Iglesia. A los tres días, Lorenzo mostró al prefecto los mil quinientos pobres y viudas necesitadas que la Iglesia sostenía, a quienes había congregado en un lugar. Ellos eran el tesoro de la Iglesia.

Las lecturas de hoy nos invitan a entender bien la utilidad de los bienes materiales y la importancia de la limosna. “Dios ama al que da con alegría”, por eso se nos invita a ser desprendidos con nuestros bienes porque Dios es nuestra verdadera riqueza.

Pero sobre todo la limosna más importante es darnos a nosotros mismos a aquel que ha escogido ser el más pobre de los pobres: Cristo, nuestro Señor. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. ¿Y qué es lo “de Dios”? La respuesta es sencilla: nosotros mismos.

Respondamos como Lorenzo y tantos otros testigos del Señor a su invitación: “el que quiera seguirme, que me siga, y donde estoy yo, allí también estará mi servidor”. Sigamos a Cristo que en su muerte ha destruido la muerte y en su resurrección ha restaurado la vida. Él es el grano de trigo que muriendo da mucho fruto. Muramos también nosotros con Él y daremos un fruto abundante y eterno: vida abundante en este mundo y vida eterna más allá de la muerte.

Si se nos va a quitar la vida. ¿Por qué no anticiparnos y regalarla libremente y por amor?