La primera parte del fragmento de la carta a los Romanos de hoy es clara y meridiana, como lo es casi siempre san Pablo: «Tú, el que seas, que te eriges en juez, no tienes disculpa; al dar sentencia contra el otro te condenas tú mismo, porque tú, el juez, te portas igual. Todos admitimos que Dios condena con derecho a los que obran mal, a los que obran de esa manera. Y tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que vas a escapar de la sentencia de Dios?»

Creo que es un texto que nos interpela a todos, y mucho más en una época en la que, por culpa de las redes sociales y la masificación de los medios de comunicación y de opinión, parece que todos tenemos derecho a ser jueces y a dictar ‘sentencias’ una tras otra sobre lo que sucede en la vida de los demás, en nuestro país, en la Iglesia… el caso es hablar y emitir juicios.

Pero esto es algo que hemos de cortar y hoy es un buen día para proponérselo. ¡Basta ya de estar permanentemente mirando a los demás y olvidarnos de lo verdaderamente importante (ser santos)! ¿Has hablado mal de alguien? Pide perdón, rectifica. ¿Has sido demasiado injusto, incluso, contigo mismo, sin dejar a Dios obrar su misericordia en ti? Objetiviza, rectifica.

Como decía el otro día san Pablo, lo más importante es la «obediencia de la fe» y eso es a lo único a lo que debemos estar sujetos. Pero, para ello, hay que empatizar con Dios, ser capaz de ver como Dios ver la realidad para poder juzgar como Él. Mejor pensar bien y equivocarse que pensar mal y hacer lo propio. No podemos vivir a la defensiva contra los demás.

Hoy te propongo que recapacites tu juicio demasiado duro sobre alguien y le preguntes al Señor cómo le mira… y cómo te mira cuando emites tu juicio sobre esa persona y cuando no. Seguro que hayarás consuelo y paz interior en el bien. ¡Ah! Y que no se te olvide de rezar por esa persona.