Que tenemos que morirnos es una realidad como un templo. Decía Hemingway que a Dios le debemos una muerte. Es una forma brusca de decirlo, pero a ver quién se la rebate. A nadie le gusta morirse, y menos ver morir a quien se quiere, y este padecimiento tampoco es ajeno a ningún mortal. Los sacerdotes estamos acostumbrados a que nuestra vida linde con la muerte, ya que somos testigos privilegiados de los primeros pasos del hombre, y por eso bautizamos su vida, y acompañamos también sus etapas finales. Ayer me decía un nonagenario si era pecado haberle dicho a Dios que estaba cansado de seguir con vida, me lo decía mirándome con pesadumbre. Le dije que no, que la vida es muy larga y a veces más larga y más abrupta de lo que imaginamos, pero que no perdiera nunca la presencia del Señor, porque lo peor de todo es el desasosiego.

¿Cuándo vamos a morirnos?, pues no sabemos, que en lo esencial vamos escasos de información. Se pregunta el joven, ¿quién será la mujer con la que compartiré mi vida?, pues tampoco lo sabe, porque en la vida y en la muerte más que elegir las cosas importantes, somos alcanzados por ellas. Por eso no podemos ir de sobrados y listos, que la humildad es más sabia para encauzarse que toda la carga de datos.

Sabemos que la muerte es contraria a Dios, San Pablo dice que será el ultimo enemigo que el Señor batirá. Dios no quiere que el hombre se muera, sino que “se salve”, qué verbo tan diferente. Por eso, cuando las células dejan de funcionar o un accidente de tráfico parte en dos nuestra existencia, o el final de la vejez nos cierra la vida con su sombra, también acude Dios a llamarnos. Es decir, no sólo le llega la última hora al hombre caduco, sino que también llega Dios, y ése es el gran alivio. Por eso la liturgia, que es muy sabia, dice, “te pedimos por N, a quien llamaste de este mundo a tu presencia”. Dios aprovecha la calamidad de tener que morirnos para citarnos ante Él.

Lo primero que hago cuando me entero de la muerte de algún familiar o amigo, es imaginar qué estará sucediendo en ese encuentro. La madre cuya hija se ha ido de viaje de luna de miel con su marido, le ha advertido que le mande todas las fotos que pueda, porque también ella quiere hacer el itinerario emocional de su hija. Los que no vemos el otro lado del bordado de la existencia, deberíamos saber que quienes han hecho ya el último viaje andan en encuentros con Dios, y esto no es un consuelo de beatas sino la verdad que nos mantiene alegres mientras vivimos. Gracias a la conversación que el Señor mantuvo con el buen ladrón, la muerte ha perdido su careta de fantoche. Sabemos que al final ya no habrá polvo y ceniza, sino un encuentro amoroso sin fecha de caducidad Entonces se acabó la frase primera de Hemingway: Dios no nos debe una muerte, nos propone esa gran vida que anhelamos.