La alabanza es el tipo de oración más elevada, pues se fundamenta en el reconocimiento de Dios mismo por lo que Él es, y por cómo es Él. En segundo lugar, igual que sucede cuando alabamos a alguien, en la alabanza reconocemos el mérito de un logro, de una acción excepcional. En el caso del Señor, le alabamos porque sus obras no persiguen glorificarse a sí mismo, como quien está henchido de vanidad o necesita la adulación pública; tampoco actúa con fuerza y poder para arrancar el temor —en el sentido de miedo— de los fieles, que implicaría en realidad un sometimiento más propio de una dictadura. La grandeza y el mayor mérito de Cristo es que todo lo que ha realizado es para glorificar al Padre; y el Padre al Hijo. Y esa donación de glorificación, que busca la perfección del amante en el amado, sobreabunda en Dios y llega a glorificarnos también a nosotros. Él busca nuestra gloria, nuestra plenitud. Y eso, conociéndonos, sí que tiene un mérito infinito.

Dios confía en los hombres, aunque los hombres no siempre confiamos en Dios. Tampoco le imitamos siempre: buscamos el aplauso, el reconocimiento. A veces invitamos a los amigos, a los familiares a cenar para alardear de un ascenso en el trabajo, o de la comodidad de una casa nueva y más grande que la de tu cuñao, o para lucir la nueva nariz de la cirugía estética. En fin. Así de mezquinos son los intereses que nos mueven algunas veces… Pero el Señor, es capaz de entrar como invitado a comer o cenar con gente importantísima, o con pobres, pecadores y prostitutas. Ni se le inflan las ínfulas con los unos, ni se le caen los anillos con los otros.

Dios no es mezquino. Es infinitamente elegante en su modo de tratar a todos, en su modo de hacer presente su grandeza de un modo que no apabulle a una persona, sea importante, sea sencilla. Y por eso, si existe humildad en el corazón, cualquier persona puede estar con alguien tan grande como el Señor y no sentirse incómodo, apabullado, acomplejado o fuera de lugar: “Miradlo, los humildes, y alegraos”, dice hoy el salmo.

La sencillez es una virtud propia de Dios, y de ella aprenderemos siempre a apagar los pavoneos del orgullo que afloran como mala hierba de forma tozuda en nuestro corazón, y que acaban ganando protagonismo, si nos descuidamos, en la relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos. Las malas hierbas llegan a ocultar las flores más bellas que ha sembrado el Señor en nuestra vida y la de los demás.

La alabanza a la Trinidad beatísima es el mejor antídoto contra ese tozudo orgullo. Reconocemos su fuerza y su poder, sus grandes méritos, pero sobre todo, reconocemos que Él, teniendo todo el derecho del mundo a ser respetado, amado y venerado, no nos lo impone. Quiere que le alabemos desde el fondo del alma, desde el corazón, como hijos amados y no como empleados que desean ascender o sacar algún día más de vacaciones. Y eso hace que saquemos de nuestro corazón lo mejor que tenemos.

Este modo de mirarnos Dios, de rebajarse hasta nuestro nivel de niños pequeños, se manifiesta de un modo absolutamente desconcertante y misterioso en nuestro punto más débil: el pecado. San Pablo lo explica perfectamente: “Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos”.

Y alude a la grandeza del corazón divino, y al mismo tiempo a su sencillez, que se escapa a nuestra complejidad: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él existe todo”.

El Señor tiene un mérito infinito y es bueno ponerlo muchas veces ante nuestros ojos, tan dados a la ceguera del activismo. El mérito de Dios debe ser correspondido por nuestra parte con una constante alabanza, pública y privada, todos los días de nuestra vida. San Pablo, tras exponer los méritos divinos acaba con una “doxología”. “Doxa”, en griego, es gloria. Es una glorificación o alabanza: “A él la gloria por los siglos. Amén”.