Asegura el Señor: «Es inevitable que sucedan escándalos; pero ¡ay del que los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar. Tened cuidado.» No entendemos lo que pasa por la cabeza y el corazón de un delincuente y, mucho menos, cuando este es un religioso o un sacerdote … ¡Qué de dobleces debe tener ese corazón para pronunciar con sus manos las palabras de la consagración, hacer un milagro, y después destrozar la misma obra de Dios en sus criaturas! Ofende a Dios, a la Iglesia y a los hombres … Tendrá que rendir cuentas a la justicia humana, a Dios y enmendar en lo posible los daños.

En la Iglesia no desconocemos la debilidad y el pecado … son inevitables. No significa que sigamos mirando extrañados el misterio del mal, y que es arrollador, contagioso e invencible. Pero también sabemos por la fe que el mal ha sido vencido, que es aplastado por la fuerza de la Cruz. Por eso, cuando conocemos y tenemos certeza del mal que hay en el mundo, tenemos que pedir a Dios que nos aumente la fe.

Hay que rezar mucho, purificar mucho, pedir mucho perdón y tomar parte en los duros trabajos del Evangelio … ¡siempre sin desanimarse!

Ponemos en manos de nuestra Madre la Virgen todos los que han sido escandalizados por los hijos de la Iglesia, y también a todos aquellos que tienen que hacer penitencia y volverse a Dios.