No nos inventamos nada, ni es nuestra la iniciativa ni el interés, al contrario, si hablamos es porque no podemos dejar de hablar y dar testimonio de la verdad que hemos conocido. Sin querer dar lecciones ni adoctrinar, solo desde nuestra propia experiencia de vida, siendo testigos valientes y humildes de Cristo Jesús.

Como Juan Bautista que lo señala físicamente hablando a todos los que se acercaban a él y decía: “¡Mirad, este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”. Lo hacía como una llamada de atención, como quien da un grito para que nadie se lo pierda. En la mente de sus oyentes la palabra cordero tenía un claro significado, se trata de la víctima que el sacerdote sacrificaba como expiación por los pecados propios, los de los demás sacerdotes y los de todo el pueblo. Es también el cordero de la pascua que recuerda el paso liberador de Dios que hizo pasar al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto a la libertad y la vida abundante de la Tierra Prometida. Ese es Jesús. Por eso en la eucaristía cristiana, el sacerdote toma con su mano el Cuerpo de Cristo y lo eleva atrayendo la mirada de los comensales mientras dice esas mismas palabras y añade estas otras: “¡Dichosos los invitados a la cena del Señor!”.

Le conoce aquel a quien se le manifiesta. Y se le manifiesta a aquel que le obedece. Siempre es así, el mismo Hijo de Dios concibe toda su peripecia humana como una constante obediencia, desde la encarnación misma, “He aquí que vengo oh, Dios, para hacer tu voluntad”; hasta la cruz, “todo se ha cumplido”. Y así en cada paso de su vida mortal. Por eso en el bautismo se manifestará la Trinidad entera cuando Jesús y Juan obren conforme a lo que “era necesario que sucediera”. Y de la misma manera a lo largo de toda su vida pública y hasta su oblación voluntariamente aceptada y total en Getsemaní, “hágase tu voluntad, Padre”. Cada vez que el Hijo obedece, se abre el cielo y se derrama el Espíritu de Dios. Hoy, Juan da testimonio, “he visto al Espíritu Santo bajar del cielo como una paloma, y reposar sobre él”, esa era la señal que le dio el que le había mandado bautizar con agua. Aquel sobre quien bajase y se reposase el Espíritu sería el que bautizaría con Espíritu Santo.

Y eso es lo que sigue sucediendo en nuestra vida de bautizados. El Espíritu que aleteaba sobre las aguas en el primer día de la creación, se ha derramado sobre nosotros para nuestra recreación y para sepultar nuestros pecados. El cielo se ha abierto y lo hemos visto como los pastores en la noche de Belén, como los Magos que se pusieron en camino al ver la estrella, como Juan en el bautismo de Jesús, incluso como Esteban cuando está siendo sacrificado. Es la contemplación de la gloria de Dios en el triunfo de su misericordia. También nosotros podemos dar testimonio de esto, de cómo se nos han abierto de par en par los cielos, las puertas de la casa del Padre, el corazón de Jesús en la cruz. De eso damos testimonio, no de nuestra virtud y poder sino de su misericordia que todo lo puede. Así nuestra vida es un testimonio inteligible y creíble para los demás que pueden encontrar en lo que nos ha sucedido por pura gracia un motivo de esperanza para su propia vida.

El testimonio de Juan, el Bautista, nos recuerda el que dará el otro Juan, el Apóstol y Evangelista, sobre lo que sucedió en la cruz cuando del costado abierto de Cristo muerto brote junto con la sangre el agua: “yo ya lo he visto, y soy testigo de que es el Hijo de Dios”. Ese debe ser también nuestro testimonio: hemos visto, hemos oído, hemos palpado. Se trata pues de convivir con Cristo en el presente, ser sus amigos y contemplar su vida dejando que ilumine y transforme la nuestra. No es cuestión de puños o de voluntad, tampoco de métodos ni de teología. Es experiencia de su presencia. Así es como podemos decir con autoridad: “es el Hijo de Dios”.