“Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El”. Hoy seguimos rezando en la primera lectura de la misa con los textos de la Carta de Juan, en la que vuelve a su pasión amorosa no disimulada por el Señor. Mantiene con sus palabras el asombro ante el poder amoroso de Dios, “si Dios nos amó de esta manera…” Está como absorto frente a un Dios que se esperaba liberador de Israel y apareció enamorado del hombre.

Voy a contar algo que me ha sucedido esta misma mañana. Visito a una mujer muy piadosa en su cama de oncología, tiene en su cara un rictus de dolor nada bueno, porque más parece un rictus del alma que propiciado por su enfermedad. Le digo pausadamente que cómo está, y me contesta, “pues aquí, con estos regalos que Jesús me manda”, se refiere al cáncer y a su colección de efectos secundarios: dolores, náuseas, debilidad… Si me permites, quiero analizar la frase de esta mujer, tan piadosa. Pongamos que se llama Lola. Puede que Lola me haya dicho con sorna que Dios le manda los dolores, en ese caso su relación con El dejaría mucho que desear, ya que la amargura por los dolores tendría a la ironía como único mecanismo de defensa. Pero si me dice en serio que Jesús, el Dios que porta en su pecho un Sagrado Corazón dispuesto a ser robado por quien más a tiro se encuentre, es el autor de sus dolores, y se los regala para mortificarla y hacerla mejor, pues tampoco tendrá paz. Se sabrá en manos de alguien que, sin razón aparente, la tortura. En cualquiera de los dos casos, no puede ser más que una mujer triste, doliente, más por su soledad que por el sufrimiento físico.

Qué distinta es la postura de un testigo como Juan, que vio a su Maestro sudar sangre en el Huerto de los Olivos. Ahí comprobó que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Los suyos fueron quienes lo golpearon, es decir, nosotros, por quienes entró en el Jordán para ser bautizado. Juan vio en la distancia cómo le pegaban y maltrataban igual que a un pelele goyesco. El amor no era amado, el amor era desposeído de su belleza. Y nosotros seguimos pensando que es Dios quien pega, quien lacera al hombre, o juega con Él para probarle como a un ratón de laboratorio. Y es justo lo contrario. En el instante de nuestro dolor, es Él quien sufre a nuestro lado, como un niño que no entiende lo que ocurre. Jesús tampoco entendía al criado del sumo sacerdote que lo abofeteó, “¿por qué me pegas?” Qué pregunta más deliciosamente ingenua en boca de la Perfecta Inocencia que era Jesús. El Jesús sufriente que llevamos en los pasos de Semana Santa por las calles de nuestro país, no es un Rey sentado en un trono con una vara de golpear los costados de sus hijos, sino una víctima del poder irracional de los hombres. Por eso, Él, que es el amor más puro, sólo sabe acompañar a los suyos en ese misterio de sombras que es el cáncer o cualquier otro horror.

Como dice hoy Juan, “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él”, no dice que hemos conocido su furor o la ley de su látigo, sino su amorosa debilidad. Y eso hace posible todo contratiempo y toda violencia, venga de donde venga. Porque hay un amor más grande y más fuerte que sabe acompañar.