Comentario Pastoral

CRISTO Y LA LEY NUEVA

En este domingo sexto del Tiempo Ordinario, con plena verdad, se hace canto oracional en la boca de los creyentes los primeros versículos del salmo 118, que es un elogio de la ley compuesto por un judío piadoso. Este salmo, transido de profunda espiritualidad y belleza, es la perla del Salterio. Al cantarlo hoy como salmo responsorial en la Misa se proclama de nuevo que la verdadera Felicidad nace en la fidelidad a Dios, que manifiesta su voluntad por medio de la ley.

Cristo es el intérprete y promulgador definitivo de la ley nueva, al poner de relieve las exigencias profundas de la voluntad de Dios, que él ha venido a cumplir y dar plenitud, «hasta la última letra o tilde». Sin quedarse en las minucias, nos enseña que para pertenecer al «reino» hay que vivir en fidelidad y coherencia total con la voluntad de Dios. La serie de antítesis que se leen en el Evangelio de hoy, son un ejemplo claro de cómo hay que actualizar la voluntad divina para alcanzar la salvación.

Las antítesis sobre el homicidio y la reconciliación están centradas en la preocupación y necesidad del perdón y del amor fraterno, que son la base y el vértice de la verdadera liturgia. Jesús exige que el cristiano no acceda al culto, expresión perfecta de la armonía con Dios, si antes no ha recompuesto totalmente la armonía con su prójimo. Es muy interpelante esta indicación, pues pueden darse muchos particularismos egoístas, claras divisiones, incluso odios sutiles, en nuestras asambleas eucarísticas.

La segunda antítesis se refiere al adulterio y al escándalo. Llevando el matrimonio a la totalidad de su donación y la pureza a su rigor profundo interior, Jesús pone el acento en la conciencia y en la decisión. El verbo «desear» es una maquinación de la voluntad, una opción personal, que puede ser un acto negativo. La tercera antítesis concierne al problema del divorcio. Cuando el matrimonio es signo de la unidad del amor de Dios adquiere todo su esplendor de donación total y gozosa.

La última antítesis hace referencia a los juramentos, que en una sociedad de cultura oral eran el símbolo de las relaciones interprofesionales y políticas. La absoluta sinceridad y la verdad deben ser la norma de la comunicación intraeclesial. Siempre será necesaria la sabiduría cristiana, que nos alcanza la verdadera libertad y nos permite caminar por el gozoso sendero de la ley de Dios.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Eclesiástico 15, 16-21 Sal 118, 1-2. 4-5. 17-18. 33-34
san Pablo a los Corintios 2, 6-10 san Mateo 5, 17-37

 

de la Palabra a la Vida

A veces no nos resulta fácil tomar conciencia de la novedad que las palabras de Jesús contenían para los que las escuchaban, no valoramos el impacto que provocaban: ¿Cómo puede alguien venir a enmendar la Ley que Dios dio a Moisés? La expresión «Habéis oído … pero yo os digo … » producía daño en el corazón de los maestros de la Ley, en la fe de cualquier judío piadoso que escuchaba a Jesús. Hay que abrir bien el corazón para aceptar que Jesús es Dios, que nos dice palabras de Dios, y que nos saca de la forma de vivir la vida que habíamos vivido hasta ahora.


En su desarrollo del sermón de las bienaventuranzas, Jesús reclama una justicia mayor a la de escribas y fariseos, una justicia mayor a la de la Ley de Moisés. La Escritura tiene que ser interpretada, y Jesús se muestra aquí como el verdadero intérprete de la Palabra Divina. Así manifiesta su autoridad ante los hombres, asumiendo a pesar de todo el escándalo que esto producía, un escándalo que pone a los discípulos ante la advertencia de la primera lectura y del salmo responsorial, pues el Sirácida ofrece la misma enseñanza que el Deuteronomio… hay dos caminos, la vida y la muerte, pero sólo uno es caminar en la voluntad del Señor. Esa plenitud de la Ley que Jesús anuncia es el verdadero alcance de las antítesis que componen el evangelio de hoy. Jesús es el único camino para alcanzar la verdad, y su palabra es la plenitud de la Ley, perennemente válida. No, la Ley no pierde su valor, sino que adquiere todo él cuando Jesucristo la ilumina con su ejemplo y su palabra.

Por eso, a partir de ahora será grande el que observe hasta el más pequeño de los mandamientos. He ahí la plenitud: si Cristo ofrece la plenitud de la Ley, cumplir esa Ley llegará hasta lo más pequeño, y por eso la justicia de sus discípulos ha de ser mayor, ha de ser la justicia de las bienaventuranzas que escuchábamos el domingo pasado y que no debemos perder de vista en todos estos domingos.

Es por esta mirada plena que para acceder al sacrificio es necesario haberse reconciliado con el hermano, pues el enfado es una forma de homicidio, que requiere la total reconciliación para participar en la ofrenda que nos ha reconciliado con Dios. Igualmente, al unir el sexto y el noveno mandamientos, Jesús advierte de la necesidad de desterrar todo lo que haya de pecaminoso en el corazón del hombre, pues es el corazón la fuente del deseo. Y en su explicación de la alianza matrimonial Jesús no deja lugar a la duda: lo que Dios quiso desde el principio fue una Alianza estable, irrompible. Así la ha establecido Él mismo con nosotros, y solo así la nuestra podrá recordar y reflejar la suya.

Qué tarea constante, por tanto, pero necesaria, la que Jesús encomienda a los suyos: sólo plenamente unidos al Señor podremos ser sus discípulos, y ciertamente el camino es exigente. Sin embargo, no equivoquemos la perspectiva: Jesús no nos ha puesto en peor situación que la que tenían nuestros padres. Al contrario, nos ha concedido el don de la gracia, la comunión con Él, para que la plenitud de la Ley no nazca de nuestras fuerzas sino de su amor, no sea alcanzable por nuestra autosuperación sino por su gracia, no sea fruto de nuestra potencia sino de la del Espíritu Santo.

Acoger el discurso de Jesús es posible para quien ha abierto su corazón a la gracia y ha transformado su corazón de piedra en corazón de carne, abriendo así la plenitud de Dios a nuestra vida, una ventana que mira desde la perfección divina a la acogida humana de su amor y de su sabiduría.


 Diego Figueroa

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Es preciso, pues, no perder de vista que, incluso en nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que impone, especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente, demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre mismo. Cuando la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha legislado sobre el descanso dominical, ha considerado sobre todo el trabajo de los siervos y de los obreros, no porque fuera un trabajo menos digno respecto a las exigencias espirituales de la práctica dominical, sino porque era el más necesitado de una legislación que lo hiciera más llevadero y permitiera a todos santificar el día del Señor. A este respecto, mi predecesor León XIII en la Encíclica Rerum novarum presentaba el descanso festivo como un derecho del trabajador que el Estado debe garantizar.

Rige aún en nuestro contexto histórico la obligación de empeñarse para que todos puedan disfrutar de la libertad, del descanso y la distensión que son necesarios a la dignidad de los hombres, con las correspondientes exigencias religiosas, familiares, culturales e interpersonales, que difícilmente pueden ser satisfechas si no es salvaguardado por lo menos un día de descanso semanal en el que gozar juntos de la posibilidad de descansar y de hacer fiesta. Obviamente este derecho del trabajador al descanso presupone su derecho al trabajo y, mientras reflexionamos sobre esta problemática relativa a la concepción cristiana del domingo, recordamos con profunda solidaridad el malestar de tantos hombres y mujeres que, por falta de trabajo, se ven obligados en los días laborables a la inactividad.


(Dies Domini 66, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 17:

St 1,1-11. Al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia, y seréis perfectos e íntegros.

Sal 118. Cuando me alcance tu compasión, viviré, Señor.

Mc 8,11-13. ¿Por qué esta generación reclama un signo?
Martes 18:

St 1,12-18. Dios no tienta a nadie.

Sal 93. Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor.

Mc 8,14-21. Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes.
Miércoles 19:

St 1,19-27. Llevad a la práctica la palabra y no os limitéis a escucharla.

Sal 14. ¿Quién puede habitar en tu monte santo, Señor?

Mc 8,22-26. El ciego estaba curado y veía todo con claridad.
Jueves 20:

St 2,1-9. ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres? Vosotros en cambio habéis afrentado al
pobre.

Sal 33. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.

Mc 8,27-33. Tú eres el Mesías. El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho.
Viernes 21:

St 2,14-24.26. Lo mismo que un cuerpo sin espíritu es un cadáver, también la fe sin obras.

Sal 111. Dichoso quien ama de corazón los mandatos del Señor.

Mc 8,34-9,1. El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Sábado 22:
La cátedra de san Pedro apóstol. Fiesta.

1P 5, 1-4. Presbítero como ellos y testigo de los sufrimientos de Cristo.

Sal 22. El Señor es mi pastor, nada me falta.

Mt 16,13-19. Tú eres Pedro, y te daré las llavesdel reino de los cielos.